En las Profundidades de Café Berlín
Cuarto Encuentro: Primera Parte
Ella me había confirmado por el celular que estaría allí. Estoy un poco tarde, y ahora apresuro el paso mientras voy arreglándome la ropa como puedo. La respiración se acelera, no porque voy a toda prisa, sino porque nuevamente voy a encontrarme con la que me arrastró hacia la locura, cuando quise convertirme en el manjar que se enriquecería con la espesura de su boca… El corazón se precipita, no porque voy más aprisa, sino porque otra vez mis ojos recorrerán la pista de su boca olímpica, galardón anhelable de célebres atletas. Sí, ella misma…, la Mujer de Boca Grande, la propietaria de mi fantasía, de estas letras, de mi sueño.
Como todo último viernes de cada mes, organizado por la talentosa y súper cariñosa Bárbara Forestier, había lectura de cuentos en Café Berlín. Nunca lo había visitado. Por fin llegué, abrí la puerta, subí los escalones, giré hacia la derecha, y lo primero que me impresionó del lugar fue un cuadro rectangular, en el que había una sirena muy sensual, acompañada por once peces. Pero algo me extrañó de la sirena: tenía un aspecto pálido, una sonrisa amplia, por la que dejaba ver unos dientes afilados. ¿Acaso esto era signo de una mala noche?
Me puse a observar bien, y realmente Café Berlín es como estar en las profundidades del mar. Algas, flores submarinas, conchas, un proyector que reflejaba en la pared la vida acuática dentro de una pecera… En fin, te crees que estás en un rincón del océano. (Además, noté todo el tiempo la finura, el buen gusto del lugar; también el servicio que daba Arvel a todos los que estaban allí: excelente. Y la comida, de primera).
Al entrar y al haber tomado hacia la derecha, fui directamente a la mesa donde se encontraban los cuentistas… Me preocupé un poco, porque ella no estaba con ellos. Saludé a los cuentistas efusivamente: Bárbara Forestier, Emilio del Carril (el rey del erotismo), la encantadora Awilda Cáez, el doctor Jorge Valentine o Mr. Ernesto Darién, Nilda, Juan Hernández, y otros… Pero faltaba ella.
Me senté, y después de un rato comencé a inquietarme porque no llegaba la partitura clásica de su silueta, la composición mediana de su cuerpo, la armonía de su presencia. Cada vez que pasaba el tiempo, me sentía vacío ante la ausencia de la sinfonía de sus hombros y de la pieza maestra de su cuello. Deseaba llenarme nuevamente con la melodía de sus ojos que se semicirculan cuando ríe.
Dentro de mi mente, marcaba el tiempo con su nombre. No prestaba atención a las voces de los compañeros, sólo extrañaba escuchar el tono de su voz, la acústica de sus palabras y de su risa. Necesitaba absorber el ritmo de sus movimientos precisos y concertados, de la cadencia de su mirada acompasada. Realmente estaba sentado en primera fila, pero pensando cuánto más tendría que esperar para ver la ejecución envidiable de la orquesta de sus labios, para deleitarme con el concierto de su boca grande, auditorio predilecto de virtuosos violinistas.
Dio inicio la ronda de lectura de cuentos, y en vez de disponerme a escuchar la narrativa de los cuentistas, volví a fijarme en el cuadro de la sirena de los dientes afilados. (Esa figura me hacía presentir que algo sucedería.) No puse atención a lo que narraban, ya que no dejaba de pensar en ella. Ante el desespero, no tuve más remedio que sentir tranquilidad al recordar cómo inició mi historia con ella…

