Buscando la manera de cómo se ganaría la vida, a la pobre Marta se le ocurrió un día: ‘Seré una levantadora de cuerpos’. Al principio fue tildada de loca; mas, poco a poco, se fue ganando la admiración de todos, excepto de uno: el político representante. El trabajo de Marta consistía en levantar el cuerpo muerto de todo tipo de animales.
Lo que maravillaba a la gente del pueblo era cómo ella realizaba su labor. Se la veía llegar orgullosa, bien peinada y maquillada en su motorita, a la que tenía conectada un pequeño vagón. Se bajaba y saludaba con mucha cortesía. Se vestía de guantes, mascarilla y bata, todos de color azul menta. Al terminar, Marta chocaba las manos y decía ‘¡Lista! Por favor, que alguien me diga dónde se encuentra el cuerpo’.
Era un espectáculo ver con qué destreza, delicadeza y amor levantaba el cuerpo del piso, y lo cargaba a paso lastimero hasta el vagón de la motorita. Luego, Marta se llevaba el mortecino animal para su casa con el fin de bañarlo, perfumarlo y ponerlo en el más adecuado féretro.
Sólo el político representante detestaba a Marta. Entendía que su presencia afeaba y ridiculizaba a todos (especialmente a él). La noticia corrió y de inmediato el pueblo supo que el descarado representante buscaba la forma de obstruir el sustento y el noble oficio de la pobre mujer. Hasta llegó a circular un documento, cuyo recogido de firmas adelantaría su intención de ingresar a Marta en el Hospital de Salud Mental.
Poco tiempo después, inesperadamente, durante un discurso público, el político representante se desplomó en el piso. Cuando se constató su muerte, por instinto, el pueblo sugirió gritando: ‘¡No lo toquen! Déjenlo ahí y llamen a Marta, la levantadora de cuerpos.’