Sunday, December 24, 2006

En la orilla de cara al Atlántico

Quinto Encuentro: Tercera Parte

Luego de haberme pedido que le aplicara el bloqueador solar, cerró la libreta; la tomó con una mano y con un leve movimiento de muñeca la tiró hacia un lado. Había caído cerca de mí, por lo que pude recogerla sin que tuviera que alargar mucho el brazo. La coloqué detrás de mis pies, para que no nos estorbara. Mis rodillas estaban paralelas con su cintura, como sierra lista para separar la mitad de un cuerpo extendido sobre una mesa. Esperaba, un tanto impaciente, mientras ella se tomaba cierto tiempo para virarse y quedar boca arriba.

En esos escasos segundos, me dispuse a recordarla durante la lectura de mi cuento erótico ¡Feliz cumpleaños, Jay!: en ningún momento ella apartó los ojos de las páginas de mi libreta, ni sus codos sobre la arena. Su espalda se mantuvo como un lago rendido, aunque en ocasiones tuve la impresión de que diminutamente temblaba, y no tardaba en descubrírsele en los brazos una colonia de poros que se brotaban, como pequeñas cápsulas pegadas a la piel.

Nada más en pleno deleite…, escuché mis palabras escritas en su voz firme y clara, como melodía en medianoche de luna llena. Especias de variantes musicales rondaron por mis oídos. Era cómodo apreciar cómo su tono alto era ultimado por una pausa consciente, o cómo declinaba la potencia de su voz por un descenso suyo que amortiguaba el vibre de mis tímpanos.

Inclusive, debido a que estaba imposibilitado de observarla de frente, mientras leía, me arrullaba la emoción al imaginar sus ojos meciéndose por cada letra viva nacida de mi mano. (De igual forma como ahora me lees, y que no quepa duda que sólo para ti escribo.) No obstante, lo que sí pude hojear fue el filo de sus labios limpios, exento de cualquier color mezclado, articulando mis palabras escritas que tiempo antes habían viajado inconexas por mi mente. El cuadre de mis palabras…, decodificadas por medio de su boca sensible, erótica y literaria.

Un ave emitió su canto, el que me arrebató de su recuerdo a la vez que me volvía a la realidad. Volando sobre el mar la vi: grisácea, extendida sus alas, una de sus puntas al Norte, y la otra descansada al Sur, planeaba sin esfuerzo por el aire. De momento, perdía altura y comenzó a bajar en picada diagonalmente. El mar lo sabía y no quería que se lastimara. Midió su tamaño, y ahuecó el espacio preciso. Justo antes de penetrar en ella el ave recogió sus alas y desapareció de toda vista. El mar la había guardado en sus dominios, como yo había guardado mi libreta, la que coloqué detrás de mis pies, en la que había escrito mi cuento erótico, el que había leído ella, mi idealizada imagen que ante mí comenzó a virarse y, apoyándose con su codo y antebrazo izquierdo, quedó de costado por breves segundos. Descansó el codo derecho en el borde del tope de su cintura y precipitó de caída la mano, cuyos dedos no tardaron enterrarse en la arena. En ese instante, su cuerpo dominó mi atención y ni siquiera pude percatarme hacia dónde ella dirigía la mirada. No sé si quedó de costado con el fin de tomar un breve descanso, o para regalarme adrede una variante con la que pudiera describirla una vez más. Ya que me encontraba arrodillado, innatamente erguí la espalda sin otro propósito que no fuera verla desde una altura un poco más alta. Mis ojos, que ya no eran castos, sino devoradores, los desplacé por toda la costa de su cuerpo. Sentí liquidez sobre mis labios; creo que, sin haberme dado cuenta, debí de haberlos llevado dentro de la boca sin que yo dilatara en bañarlos con la punta de la lengua.

No sé cuánto duró mi inspección sobre su piel, pero la trayectoria comenzó desde sus pies delicados, dignos de encerarlos con el paño de mi corazón. Desaceleré la vista durante el recorrido de sus piernas, puestas una encima de la otra, como un labio sobre otro. Me entretuve, tal vez fracciones de segundos, en la pulida curvatura de su cadera derecha que se exponía en dirección al cielo, el mismo que desistiría de su eterna potestad para irse a descansar sobre ella.

Como el índice que se desliza sobre cada una de las teclas de un piano, asimismo, de su cadera deslicé repentinamente mis ojos para que se reencontraran con el tramo terso de su cuello, el mismo que los condujo hasta el claro perfil derecho de su rostro. (Ella permanecía inmóvil, como estatua de arena. Sólo su pelo cobrizo ondeaba a la vez que se batían sus puntas unas contra otras gracias al servil viento enamorado.) No tardaron mis ojos en adormilarse en su mejilla bronceada y no tan voluminosa, pero de pómulo alto, por el que me dejé canalizar la mirada hacia su quijada semicircular, suavizada por una leve anchura.

Fijada la vista en su barbilla, no acentuada de protuberancia alguna, mis ojos temblaron ante la espesura de su labio inferior. Me arrimé a él para deslumbrarme con la totalidad de sus labios tempestuosos, los que al momento de redescubrirlos deseé besarlos. Con suma premura, mi fantasía promovió que yo anhelara haber estado a solas con ella, como náufragos sobre balsa, en un inminente remar al unísono con nuestras bocas. Pero de pronto, justo antes de sentir el tacto y la densidad de sus labios, advertí que el viento la desprendía de mí, por lo que intenté, aunque fuera durante el asomo de un segundo invisible, aferrar mi boca a la piel de sus labios voluminosos, almidonados con espumas. Y al instante, al ver que ella se distanciaba, acaté la decisión de capitanear mis labios tras su huella tallada sobre la superficie de las olas, que sin duda dejaba el oleaje embriagador de su boca líquida, manantial de todos los mares.

Se alejaba… Se perdía de mi vista… Alejada… Tal vez igual… que mi esperanza imaginaria de que algún día logre besarla… De esta fantasía, quizá premonitoria, volví a la realidad cuando me percaté de que ella había desistido de la inmovilidad, para mirarme y decirme, dibujando con el castillo de su boca una amplia sonrisa:

—Que esto no sea en vano, Poeta. Desde ahora me impulsa de estar ansiosa por leerte después, cómo me has visto en este momento.

Reí brevemente con su ocurrencia juguetona salpicada de picardía. Prometí para mis adentros, hacer lo mejor posible. Después de varios movimientos, finalmente, ella quedó boca arriba; comencé a aplicarle el bloqueador solar, y mientras lo hacía inicié una ronda de pensamientos dirigidos a buscar opciones sobre cuál sería, de los posibles, el mejor final para ¡Feliz cumpleaños, Jay! Como luego sabrán Mis Fantasmas, había dejado mi cuento erótico inconcluso, en una escena congelada por la falta de tiempo. Precisamente cuando le derramaba la loción protectora por sus hombros, me dio seguridad pensar de que algo bueno podía salir de este extraño y particular trío de personajes. ¿Qué tal un poco de biografía aislada o conjunta? Escenas del pasado que sugieran por qué los tres habrían sido implicados en la muerte de sus padres. Tal vez podría mostrar el origen de la batalla y el odio entre la joven Dee y el obeso Tee, como el gradual desenfreno de aquélla o las experiencias suyas. Me preocupé por el personaje de Jay, ya que lo presenté un tanto cotidiano, por lo que tendría que implicarle alguna extravagancia o algún dato oculto en su aparente moralidad. Confieso que no sé cómo terminar la historia. Quisiera saber la medida de cuánto tendría que imaginar para derrocar al gran Emilio del Carril, ya muy bien conocido como ‘El rey del cuento erótico’.

Y mientras mis manos se distraían sobre el cuerpo de la Mujer de Boca Grande, sin percatarme de lo que hacía, comencé a recrear a la deriva lo que podría ser el mejor final para ¡Feliz cumpleaños, Jay! Creo que en la historia me había quedado cuando decidí colocar las rodillas de Dee sobre los muslos enormes de Tee, tumbado en el sofá. Recuerdo que, luego de la quietud que le impuse a los cuerpos desnudos de Dee sobre Tee, y los susurros de aquélla al desagradable virgen, por estar al frente de ellos, le quité la visibilidad a Jay, a quien tuve que desplazarlo varios pasos hacia adelante y diagonalmente para que diera con el ángulo preciso por el cual pudiera observar la cara desajustada de su hermano Tee, debido al terror que le infundía el perder su virginidad con aquélla que había sido eternamente su enemiga. A la lujuriosa joven le arrebaté su voluntad y la callé, por lo que no pudo reclamarme por qué llevé su mano más abajo del vientre de Tee, y al encontrar lo que buscaba, innatamente la hice que, apoyándose con sus rodillas, se elevara un poco sobre los muslos exagerados de Tee. Una vez elevada, la joven maniobró hacia su propio vientre lo que en su mano asía; la experiencia que yo le había atribuido le dictaminó cuándo podía descender cómodamente. El gordo de Tee, al deducir que la hora se había terminado y que pronto el recuerdo de su virginidad quedaría deshecha, fue alentado arbitrariamente para que emitiera un gritó entrecortado y horrible, del que no se podía distinguir si era de dolor o de súbito terror. Ya se había acabado el ‘juego previo’, ya era el momento del descenso que al fin de cuentas sería…, ¿delicado?... ¿violento…? Y luego qué…

Detuve la improvisación, pensando que sería viable no continuar la historia, hasta que no hubiera rememorado primero la dureza de unas letras cercanas, que había leído alguna vez…, de un famoso llamado ‘El rey del cuento erótico’…

Y así lo hice…


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