Monday, September 04, 2006

En una mañana sobre la orilla de cara al Atlántico

Quinto Encuentro: Primera Parte


Doy los toques finales. En la libreta escribo rápidamente. Levanto la vista y busco inspirarme con algún elemento, reacción o postura de la realidad que me sea útil para plasmarlos en el papel. Observo a una pareja que está boca abajo sobre la arena. El joven le susurra algo al oído de su amiga. Ésta se ríe, y trato de descifrar en su cara algún detalle interesante que pueda transcribir. Otra de mis locuras…, quién me mandaría apostar contra quien no puedo. Redacto un cuento adornado de erotismo (no puedo concebir que Emilio del Carril sea el rey del cuento erótico), y tengo que terminarlo antes que llegue…

—¡Por fin te encuentro, Poeta! —exclamó a la vez que me tiró un puñado de arena en la espalda; me levanté sorpresivamente; del susto ella tiró el bulto de playa y echó a correr, claro está, sin dejar de reírse. Mientras quitaba la arena que me había caído en los ojos, con cierta dificultad vi que había ganado una distancia que me imposibilitaba alcanzarla. Recogí su bulto, me senté en la arena, y con una mano le indiqué que regresara.

Comenzó a acercarse, y me fijé en ella. Pestañeé varias veces; cerré los ojos y volví a abrirlos. Ella tenía amarrada a su cintura una toalla. No me había percatado que la vería completamente en traje de baño. No pude creer que se llevara las manos hacia un lado de la cintura y captara su intento de desanudar la toalla. Mientras tanto, su caminar seductor revolvió al viento, y éste comenzó a sacudir su pelo para que se extendiera y ondulara implacable hacia un lado. Me hizo ver puntos brillantes e intermitentes en el aire cuando eligió una mirada precisa y me sonrió atractiva, sólo estirando la mitad de los labios. Y por su sonrisa intencionada, me fijé aún más en la espaciosidad de su boca, la que desde un principio me cautivó en el ensueño de desearla, la que me motivó a revivirla por medio de estas letras, y por la que esperaría hasta la muerte de los mundos venideros.

Caminaba recio, sacudiendo sus caderas medianas como el embate de las olas. Cada vez más hacia mí. De repente, una tormenta de corrientes empezó a bandear en mi estómago cuando me percaté que ya tenía las puntas de la toalla desanudadas y que pronto la presenciaría como nunca la habría imaginado. No podía creerlo: me sentía como el que delante de sí contempla una concha nácar, y con sutileza la abre para descubrir dentro de ella la divinidad de una esfera perfecta. Como si le fuera una molestia, pronto se despojaría de la toalla, y exhibiría su cuerpo al trote de todas las miradas. Durante su llegada hasta mí, había cimentado un caminar resuelto con una pizca de expresión de malhechora. Hizo un amague indeciso de quitársela. Por su ambivalencia, sentí la boca enfriárseme. Estaba a pasos de mí cuando por fin… se la desprendió totalmente... Quedé anonadado y balbuceé su nombre. Tomada las puntas en cada mano, extendió los brazos hacia atrás, se llevó la toalla tras la nuca, y comenzó a frotarse con la toalla muy despacio.

Mis ojos se anclaron fuera de la costa de su boca grande, para encallarlos en todo el arrecife de su cuerpo y en la impetuosidad de sus piernas levemente bronceadas por el trópico. Posé la mirada en las nubes de sus pies; sin haberme dado cuenta, mis ojos levaron anclas y se perdieron en la colonia de sus muslos, en el mediano oleaje de sus caderas, en su cintura cálida. Habían zarpado hacia la conquista de la profundidad de su vientre dulce y el equilibrio marino de su pecho. Maniobraba a la deriva el velero de mis ojos para estrellarlos contra la muralla viva de sus hombros, contra la estructura caliza de su cuello. Mis ojos navegaban como barcas, cuyos remos se hundían en la anémona de su cabello, y que ahora tomaban el rumbo hacia la bahía de sus labios, para finalmente atracarlos en el puerto de su boca perla, reina de todas las gemas.

Se colocó junto a mí y, sin soltar las puntas, pasó la toalla por encima de su cabeza. La sacudió tres o cuatro veces hasta que la dejó que cayera según la fuerza de gravedad. Ya quedado tendida sobre la arena, se acostó boca abajo encima de ella. Dedicó varios segundos para acomodarse; no pude resistir ver el océano de su espalda y cómo una y otra vez trataba de empinar el trasero. Nunca la había visto tan natural.

—Poeta, no te enojes conmigo por haberte hecho esa broma.

—No te preocupes, estoy bien.

—Perdona por no haber llegado a Café Berlín. Ya te conté lo que me surgió de repente. Leí En el espacio donde coincidieron los corazones. Me llamó la atención el cuadro de la sirena con dientes afilados. Pero sobre todo, tus percepciones acerca de cómo nos conocimos… a la verdad que eres tremendo.

—A mucha gente le agradó, y a otros no… Como siempre.

—Jugaste muy bien con la intertextualidad y la retrospección. Me encantó cómo volviste del pasado al presente mezclando el regaño de Emilio del Carril y el solo de blues del cuento de Jorge Valentine.

—The Talio’s Blog lo utilizo para experimentar. Cuando escribo para el Blog hasta me olvido que existe la Gramática. Sólo busco la fluidez, la musicalidad, la fórmula o metáfora propia. Además de presentar un ángulo particular, intento con el suspenso y el cómo dejar al lector con la sensación de incertidumbre. Crear nuestra historia es un enorme reto. Pero simplemente trato de crear mi historia con la mayor libertad. Mucha gente que no me conoce creería que esta es mi forma de escribir. Y tú sabes, y los que me han leído saben que no acostumbro a escribir como escribo en mi Blog.

—Tienes razón: tu estilo y tono en The Talio’s Blog contrastan con tu escritura más normativa. Poeta…, ¿qué escribes en esa libreta?

—Un cuento erótico.

—¡Qué!

—Quiero competir contra Emilio del Carril, el rey de la cuentística erótica. Me gustaría que lo leyeras —le puse en las manos la libreta exactamente en la primera página.

—A ver… Primero..., no me gusta para nada el título, Poeta.

—Vamos, no empieces.

—Es verdad: ‘¡Feliz cumpleaños, Jay!’, lo encuentro muy blando para un cuento erótico.

—No seas tan rigurosa. Eres una excelente y maravillosa escritora y muy buena en la crítica.

—Es que… el título me sugiere… no sé… Ya sé: el cuento tratará de… un cumpleaños y el regalo…, un stripper.

—Por favor, es en serio quie…

—Ya sé, ya sé: en él vas a jugar con palabras como bizcocho y vela aludiendo un doble sentido, ¿no es así?

—No bromees. Quiero saber si está a la altura de los cuentos de Emilio. Me gustaría que lo leyeras en voz alta. Así lo podría recrear o analizar cómo se escucha.

—Está bien. Pero tienes que hacerme un favor: saca el bloqueador solar del bulto.

—Ok. Ya lo tengo; dime qué quieres que haga ahora.

—¿Cómo que qué hago ahora? Pues… aquí está mi espalda… Aplícamelo mientras te leo, ¿sí?

Asentí tontamente con la cabeza porque no me salió el ‘sí’ que debí de haber pronunciado. Me quedé mirando el bloqueador solar, y luego quité la vista de él para posarla en su espalda: ecuación sencilla. En realidad, estaba turbado: mis manos en ella. Me puse a pensar si, a través del tacto, ella notaría mi entusiasmo o mi nerviosismo. O si el frote sobre su piel le revelaría cada sueño que he tenido con ella. Qué tal si de momento muestro mi afición de apretar la carne para dejar claro la intensidad del deseo. Sin poder dominar mis acciones, me encontré quitando la tapa del bloqueador, y justo cuando cayó una espesa gota blanca sobre su nuca, ella comenzó a leer el título del cuento:

—‘¡Feliz cumpleaños, Jay!’...

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