Wednesday, February 06, 2008

FIN DE THE TALIO'S BLOG

A todos Mis Fantasmas, visitantes, amig@s, blogluer@s, lectores/as y narradores/as:

The Talio's Blog y Maquinaria Literaria (de Blogspot) serán unas reliquias.Ya no publicaré más en ellos... Razón: Reestructuración. Sin embargo, la buena noticia es que he creado 4 nuevos blogs en los que puedo desglozar o abarcar mis inquietudes y mis visiones literarias.

Blog# 1. La historia de Los Encuentros con la Mujer de Boca Grande tendrá la exclusividad de su nuevo formato en http://www.mujerdebocagrande.wordpress.com/ (Está en redacción el 5to Encuentro: 5ta parte)
Blog# 2. http://www.maquinarialiteraria.wordpress.com/ (Literartura, promociones y crítica literarias)
Blog# 3. http://www.mibaratacuentologia.wordpress.com/ (Recomendaciones y lectura de cuentos)
Blog# 4. http://www.mibaratopoemario.wordpress.com/ (Mis poemas)

Bueno, Mis Fantasmas, linquéenme y espero verlos en mis nuevos dominios. Por último, Dios los BendigaAaA!

Tuesday, July 17, 2007

En la inmersión hacia las profundidades de las sensaciones del placer..., sobre una orilla de cara al Atlántico

Quinto Encuentro: Cuarta Parte

Tras haber viajado fragmentariamente la valentía de las letras eróticas carrilianas (o sea, de Emilio del Carril, ‘El rey del cuento erótico’), de pronto, en vez de estar sobre una orilla de cara al Atlántico, me vi presente en medio de una sala, con mi fantasía transformada en una cámara cinematográfica, por cuyo lente captaba la secuencia de unas escenas tan vivas, que las podía recordar y escribir luego con facilidad. Y para culminar, sin embargo, pienso que sería prudente, para beneficio de Mis Fantasmas, reescribir en su plenitud los últimos dos párrafos de mi cuento erótico ¡Feliz cumpleaños, Jay!, para así recuperar y continuar el hilvanado de una historia previamente interrumpida…


[…] —: Dee…, es hora que te vayas de mi casa.

Dee palideció aún más, reluciéndole el negro de su pelo; atónita, se volvió fugaz hacia Tee, y vio que éste perfilaba una sonrisa triunfante y que burlonamente había sacado su lengua color de barro, la que siempre daba la impresión de ser una lengua sucia o coagulada. Lento, Dee miró a cada uno y se le revolvió el estómago, quizá de coraje, de verse menospreciada, de ser parte o de encontrarse entre la escoria; cabía la posibilidad de que sus náuseas fueran causadas por el olor empalagoso impregnado tan cerca de ella, o de capitalizar que sus encantos habían sido deshonrados por la deficiencia de hombría. Por fin controló las náuseas y dijo fúnebremente—: Me has traicionado, Jay. No puedo creer que después de tantos secretos…, me deseches, y me pagues con esta vil actuación. Eres lo peor que he conocido. No eres un hombre, y sí un miserable.

Agachó su rostro, y se ordenó a salir de la casa. En el breve trayecto había decidido desaparecer para siempre…, sin haber sido el regalo de Jay. Pero justo cuando se encontró entremedio de los hermanos, dándole a cada uno su perfil, Dee se detuvo para mirar a Jay por última vez. Él la miraba con unos ojos brotados, que expresaban cierto temor. Jay sabía que su amiga de la infancia era capaz de hacer cualquier cosa. A Dee le pareció la cara de Jay, inexistente. Ella determinó que había sido herida por un perfecto tonto. No podía creer que la carencia de valentía en un hombre le frustrara el deseo genuino de manejar a un virgen en su cumpleaños, al único que ella quería. Se fijó en los ojos de Jay, parecían que estaban a punto de soltar incontables lágrimas. Dee tuvo impulsos arrebatados de maltratarlo, de bofetearlo y a golpes llevarlo a la cama para que aprendiera a ser hombre. Y pensando en esto, a Dee se le enrojeció el rostro, comprimió los labios, arrugándolos, como aguantando una estampida de insultos; frunció el ceño y apenas sus ojos se veían a través de las pestañas; encendida en cólera, sus extremidades comenzaron a temblar, una fuerza desquiciada la dominaba; y sin que los hermanos tuviesen tiempo para reaccionar, o para dictaminar amenazas o regaños, Dee se deshizo de la blusa y la falda. (Su blanquísima desnudez se facilitó por la ausencia de ropa interior.) Ahora su cuerpo desnudo era sostenido por las sandalias verdes con las tiras de cuero entrecruzadas más arriba del tobillo. La falda todavía estaba encima de los pies. Como si diera pasos para subir escalones, Dee dejó plantada la falda en el suelo. Con la punta de la sandalia, simulando una leve patada, la alejó de su peso.

Después de posar secamente la mirada en los ojos de Jay, Dee bajó la cabeza para inspeccionarse cada uno de sus senos. Luego levantó una pierna, y descubrió a una hormiga que zigzagueaba desde la rodilla hacia el muslo. Dee sonrió ante la probabilidad de que ese pequeño que corría por su carne tuviese más arrojo que un hombre. Pero aún así no le perdonó la vida. Luego, Dee abrió las manos, y comenzó a delinearse con ellas su figura.

La sala estaba desierta de palabras. Los hermanos estaban perplejos ante la primera mujer desnuda que habían visto en su vida. Muy excitado por lo que veía, y con una agilidad de la que nunca había gozado, Tee se metió la mano izquierda en el bolsillo delantero y sacó un puñado de óvalos de chocolates; los engulló y comenzó a masticar sin control. Tee, al estar sentado en el sofá, apreciaba a Dee más de lo que podía su hermano. Dee le envió a Jay la última mirada, en la que acumuló todo su rencor y desprecio que sentía hacia él. Y con un giro sorpresivo, Dee le dio la espalda. Se inclinó hacia Tee, a quien se le engrandecieron los ojos y no pudo ocultar un horrible ahogo, como si le faltara el aire. Cuando Dee por fin desabrochó el pantalón y le bajó el cierre de la cremallera, sin mediar palabras, Tee volvió a estirar las piernas y echar su cuerpo hacia atrás, esta vez para ayudar a Dee a liberarse del pantalón y su ropa interior. Después, Dee, con mucha delicadeza, colocó una rodilla y luego la otra encima de los enormes muslos de Tee. Jay vio cómo su hermano extendió las manos y, sin calcular la fuerza, las llevó salvajemente contra el trasero de Dee, que reaccionó echando su cabeza hacia atrás a la vez que dejó escapar un gemido del que no se podía precisar si era de dolor o placer. Tee ejercía más presión, y Dee se contorsionaba por el hormigueo que recorría en su cuerpo. Cuando Tee apartó las manos para buscar los pechos de la que había sido su enemiga, Jay vio un tono rosado en los glúteos de ella, una mancha rojiza similar al tamaño de las palmas de las manos de Tee.

De repente, Jay se percató que hubo quietud en los cuerpos. Dee comenzó a susurrar algo. Jay no podía observar la cara de Tee, debido a que la espalda, los glúteos y la suela de las sandalias verdes de ella tapaban cualquier expresión de su hermano. Fue meritorio que Jay diera varios pasos hacia delante y diagonalmente hasta que pudo vislumbrar la cara de su hermano… Nunca lo había visto de esa forma. Por primera vez vio que sus ojos estaban completamente abiertos y su mandíbula quieta; asentía sin cesar con la cabeza, definitivamente estaba de acuerdo con todo lo que le dictaba Dee; respiraba agitado, como si tratara de recuperar el aire perdido luego de haber corrido un tramo largo. Jay interpretó, sin dudas, que era el rostro temeroso de la primera vez, o los gestos que piden clemencia, que exigen al verdugo delicadeza, y de su maestría en cómo despejar el miedo y aminorar el sufrimiento. Por último, su hermano cerró y apretó los ojos. Dee llevó su mano más abajo del vientre de Tee. Jay notó que había encontrado lo que buscaba, porque Dee no tardó en apoyarse con las rodillas y elevarse un poco. Tee abrió los ojos, sin poder borrar el reflejo del pánico en su rostro. Dee mantenía su mano escondida cuando empezó a descender lentamente. Tee emitió un grito entrecortado y horrible, no se sabía si era de dolor o de un súbito terror. Ya se había acabado el ‘juego previo’, ya era el momento de [...] la inmersión hacia las profundidades de las sensaciones del placer…


Un engranaje perfecto, una simultaneidad bien ensayada, trabajado al unísono: un centímetro más que el cuerpo de Dee descendía era un centímetro más que el gordo de Tee abría la boca, ovaladamente. Ella recibía de golpe el olor a chocolate y a químico metálico; la sala se impregnaba de una humedad acalorada debido a las exhalaciones del trío de bocas. Mientras la joven se dejaba caer con lentitud, el gordo de Tee descubría que jamás había sentido un calor tan abrasador en su vientre; por un momento él tiritó y el temblor se reflejó en las mejillas y en la papada, los cuales tardó varios segundos en normalizarse.


Cuando Tee había abierto la boca tres centímetros más, se escuchó en la sala un breve choque de metales y un soplo grave, como cuando se desplaza una soga a gran velocidad por el aire. El gordo dirigió la vista hacia donde creyó haber percibido el susurro, y casi se le desorbitaron los ojos al descubrir que Jay, amenazante, mantenía en alto la mano derecha, y alrededor de ella tenía envuelta su correa.


Tras presionar varias veces el duro cuero, su respiración se tornó audible, acompañada de un ronquido arrastrado. Sincronizadamente, el pecho y las aletas de la nariz se inflaban y desinflaban a un ritmo veloz. En su frente sudada, de repente brotó una vena fina y verdosa. La palidez en su semblante le hizo resaltar sus ojos redondos y sin expresión. Jay arrugó los labios, entre los que se veían a medias cuatro de sus dientes. La dirección de sus ojos se posaba en la espalda de la joven Dee. Cualquiera podría conjeturar que Jay imprimía la postura adecuada del que descubre algo aborrecible, imperdonable, o como del que captura en el acto al violador de un niño o niña.


La correa se balanceaba, en alto, en acecho; Tee quería detener la descarga inminente de su hermano contra la espalda de Dee…, pero estaba mudo, inmóvil e inmerso en las profundidades de las sensaciones del placer. Jay elevó un poco más la mano derecha y estiró el brazo hacia atrás todo lo que pudo. Una franja de luz que se colaba entre las hojas de la ventana chocó contra el broche plateado de la correa, rebotando el reflejo de luz con precisión en la boca de Tee: pudo verse una lengua barrosa y varios de sus dientes marrones manchados por el chocolate.


A Dee le faltaba poco para atragantar por completo el sexo de Tee cuando se percató del resplandor que se iluminaba en la boca que tenía delante de sí, una boca ovaladamente abierta, casi a punto de desgarrarse. Detuvo el descenso e instintivamente ella volteó la cabeza y descubrió qué ocasionaba el destello. Observó de arriba abajo con una fijación retadora la postura de Jay... Enseguida no temió de él; por el contrario, arqueando una ceja le sonrió maliciosa por encima de su hombro derecho. Entrecerró los ojos, y tras tocarse el labio superior con la punta de su lengua, dijo con una voz desfalleciente—: ¡Mmmm, Jay!... Adelante… Vamos, golpéame en la espalda… No estaría de más...


Sin que se escuchara sonido alguno, Jay articuló con los labios una palabra corta y milenaria, Dee leyó sus labios y respondió—: Sí, lo soy… Me encanta serlo…


Y no soportando que su insulto no surtiera efecto en ella, Jay volvió a presionar la correa mientras doblaba el brazo hasta llevarlo a un ángulo de noventa grados. Pero justamente antes de que él se dispusiera a reventar su ira contra ella, Dee, sin haberlo dejado de mirar a los ojos, articuló separada y silenciosamente con los labios ‘Du’ -‘Ro’. Hasta entonces, Jay había creído en todo momento que dominaba su instinto conforme a su voluntad. No obstante, en la lectura de labios dado a Dee, reconoció que él no ejercía el control absoluto, sino ella. Por tanto, desistió de su intención, frenó el impulso y todo quedó en un amague teatral y aparente. Poco a poco, empezó a bajar el brazo a la vez que su rostro…, ahora inexpresivo.


—Ese es tu problema, Jay… No tienes agallas…


Tal vez ella tenía razón… Y luego de un suspiro liberado por la nariz, Jay dejó caer el arma, sin perderla de vista. La correa yació en la frialdad del suelo y había formado una ‘e’ flácida. Un escupitajo femenino que cayó dentro del semicírculo de la ‘e’ y una risa burlesca despertaron a Jay de su embobamiento e hicieron que levantara el rostro, pero ya la chica había desviado su atención hacia Tee, determinada a culminar su descenso.


Sin que nadie se percatara de su presencia, Jay comenzó a avivar su mente, esperanzado de que ésta le produjera la próxima movida que lo redimiera de la trayectoria de su debilidad; sin embargo, para él era un hecho de que analizar una situación significaba quitarse segundos de vida. Bajó la cabeza y se llevó el índice y el pulgar a la barbilla; dio dos pasos hasta colocarse justo detrás de la chica, quien ahora tapaba a Tee de su campo de visión. Mientras Jay fingía estar enfrascado en la búsqueda de una resolución que parara dicha actividad inmoral, le echaba un vistazo a la leve desviación en la columna vertebral de Dee, pero se detuvo al final cuando vio dos hoyuelos perfectos en el cóccix; de seguido, empleó varios segundos en una comparación no tan superficial, cuyo propósito no era otro que verificar si había alguna diferencia entre sus glúteos. Cuando descubrió que la curvatura de una nalga resaltaba más que en la otra, Dee volteó la cabeza por un momento para dar a entender a quien le observaba detrás, que ella no abandonaba el estar en alerta. En ese breve instante, Jay vio que el perfil de la joven no reflejaba placer. Más bien tenía impreso en el rostro el emblema neutral con que se lleva a cabo un trabajo engorroso de puros negocios.


En efecto, Dee se concentraba en mantener su vientre lo más seco posible. Apenas con la escasa lubricación no controlada, ella seguía descendiendo; y cuando estuvo a punto de sentarse cómodamente, quedó atascada. Presionó leve hacia abajo y al instante la interrumpió un gemido de espanto. Vio con disgusto la cara abultada con ojos implorantes de Tee, y le pareció que tenía debajo de sí un muñeco inanimado y elástico, verosímilmente hecho de cera. Ella reflexionó sobre el hecho de que volvía a reincidir al lidiar con otro caso de hombría minusválida. Este pensamiento la hizo enfurecer, por lo que decidió no emplear más fuerzas en sus piernas y descender con la naturalidad que el peso de su cuerpo ejerciera. Pero cambió de opinión, y sosteniéndose con sus piernas se dedicó a pensar… si con más o menos detenimiento…


Jay notó la interrupción de la caída y al instante comenzó a conjeturar sobre las posibles razones de la misma. Recordó algunas conversaciones que tuviera con Tee sobre las desventajas que experimentaban los no circuncisos. Ambos eran vírgenes y en el nacimiento no le habían practicado la circuncisión. Jay tomó en cuenta dichas razones, y concluyó que su hermano estaría sintiendo más dolor que placer. Jay fue sacado de sus divagaciones cuando de repente vio a Dee que apretó sus nalgas. Las sostuvo presionadas mientras subía. De Tee provino un quejido débil, que Jay confundió con el lamento de un moribundo. El haber apretado las nalgas le había producido en ellas unos hoyuelos grises, los que ensimismaron a Jay durante el ascenso. La joven se detuvo antes de sobrepasar el glande, y sin dejar de desaparecer los hoyuelos grises, comenzó a dar circularidad a su cintura, como si con ello consiguiera mayor lubricidad o buscara el mejor acomodo. Jay no podía ver a su hermano, mas cuando la joven dejó de circular su cintura, el gordo de Tee extendió ovaladamente la boca hasta el máximo. Ella apretó las paredes de su vientre, aprisionando más a Tee, quien brotó los ojos tanto que hasta pudo tocar con ellos el dorso de cada cristal grueso de los espejuelos. La chica le lanzó una sonrisa de conmiseración, y Tee contuvo el aire en sus pulmones: en silencio se habían comunicado que prontamente se reanudaría el descenso.


Mientras tanto, la extraña belleza de lo prohibido que Jay observaba delante de sí, acrecentaba el predominio de la excitación y la curiosidad. Jamás pensó que tal situación echaría tierra a su propia escala de valores, ni tampoco se imaginó que su semblante estaría imantado e inmerso en la profundidad de las sensaciones del placer. Jay se encontraba en un punto donde ya la recriminación había desaparecido, había entrado a un límite donde ni siquiera se dio cuenta de que se agachaba para ver, desde una perspectiva abarcadora y fotográfica, la inminente fricción de dos cuerpos acalorados en una tarea no tan novel…


Y agachado a su conveniencia, había visto cómo Dee había colocado las manos en el respaldo del sofá y luego, las sandalias verdes en el cojín del mueble. Después de haber circulado su cintura, permaneció quieta. Volvió a presionar las nalgas. Jay se aclaró la garganta con una escasa saliva. No dudaba que habría de ser un descenso glorioso y límpido. Pero antes, ella se volteó hacia atrás y no divisó a Jay. Después de haberlo encontrado por encima de su hombro, le dirigió una mirada y sonrisa maliciosas, y recordó—: ¡Feliz cumpleaños, Jay!


E inmediatamente de haber terminado de pronunciar su nombre, Jay escuchó el estrépito de un azote y casi seguido un alarido de muerte. Jay no tuvo tiempo de asimilar lo que había pasado; pero quedó perplejo al percatarse que tanto las nalgas de Dee como los muslos de su hermano estaban teñidos de sangre. Se preguntó si ésta le habría salpicado encima. Dio una pasada a sus mejillas con las manos en busca de alguna huella… Y al ver sus palmas..., efectivamente… Mientras se limpiaba las manos en los bolsillos traseros del pantalón, Jay sintió un cosquilleo que le motivó a sujetarse los glúteos. Desistió de intensificar la sensación justo cuando el alarido desentonado de muerte se entrecortó por la falta de aire. Entonces, se escuchó reinante la risa infantil e inapagable de Dee.


Fue genuino el cuestionamiento de Jay si su hermano estaría en peligro o no, pero dicha preocupación se borró al ras cuando Jay quedó deslumbrado ante la maestría con que la joven efectuaba sus movimientos. Y bajo una hipnosis, se dedicó a observar, a observar, a observar todo detalle: las contorsiones de su cuerpo blanco de luna fresca, la elevación abrupta, en cuyo tope se expandían sus nalgas con naturalidad, observaba entonces, la caída de golpe o su variante suave o en semi espiral, como una nota de viento; observaba, observaba la alternancia entre la succión superficial y la ajustada, el emplaste rosado creado por la mezcla de la sangre y los fluidos... Todo ello le adormecía exquisitamente; de hecho, la complexión del semblante de Jay se había configurado en debilidad, cuando agudizó su audición y percibió unos susurros de Dee dirigidos a Tee, quien comenzó a decir frases femeninas y de asentimiento en un tono amanerado quedamente. Mientras Tee seguía repitiendo las frases dictadas, Jay identificó el sonido de una ronda de escupidas, las que con seguridad tendrían como destino los cristales de los espejuelos de su hermano. Cegado con la saliva de su enemiga, quién lo iba a decir…, concluyó Jay entrecerrando los ojos, sumergiéndose en un vahído poderoso. Así, inmerso como nunca en las profundidades de las sensaciones del placer, Jay ya no ejercía control sobre sí ni sobre sus manos, que se dirigían hacia adonde jamás pensó mientras se ponía de pie...


Dee detuvo su escupitajo al parecerle que detrás de sí provenían una respiración histérica y una agitación que producía un chasquido continuo. Apenas ella pensó en voltearse, cuando, de repente, dio un respingo y un quejido de placer hacia adentro cuando sintió una quemadura en la espalda. Luego de las últimas salpicaduras, ella cerró los ojos para visualizar el recorrido que tomaba el líquido viscoso y ya tibio, que había sido rociado en su espalda. La joven se concentraba en la tibieza derramada en su piel cuando, en fracción de un segundo, organizó lo que haría a continuación.


Tee iba a preguntarle por qué ella había dejado de moverse, pero lo silenció el hecho de que la joven le arrebatara los espejuelos, situándolos a la distancia del brazo de él sobre el cojín del sofá. Tee alegó que estaba loca, que qué tramaba y, sobretodo, que le devolviera sus lentes, ya que no podía ver. Pero la chica, en vez de responderle, viró su cuerpo con extrema agilidad. Fue entonces cuando se enfrentó con Jay, a quien vio desnudo de cintura hacia abajo y con zapatos puestos. Jay no le pudo ocultar su mirada rendida, pero Dee lidiaría más tarde con él. Y antes que se desperdiciara el derrame en su piel, reveló su contundente directriz, a quien ahora tenía a sus espaldas:


—Tee, quiero que pruebes mi sudor… Lámeme la espalda, Tee…


En el acto Tee abrió la boca y ensanchó su lengua barrosa cuanto pudo; se inclinó hacia delante y lamió por la columna vertebral extensamente, de abajo hacia arriba. Quiso saborear el sudor recolectado, y llevando el contenido de un lado a otro, analizaba si el sudor de una mujer sería tan amargo y espeso, o si lo que creía catar consistía un error debido a la mezcla del sudor de Dee con el imperante sabor a chocolate dentro de su boca. A fin de cuentas, el sudor de la joven acabó por agradarle, incluso, tragable. En tan poco tiempo, Tee se convirtió en un adicto que lamía y devoraba, una y otra vez.


Mientras tanto, la chica reía silenciosamente, pero recobró la seriedad: Jay la miraba sin verla, con una mirada entre indefinida y penetrante, entre ida y lunática. Esta vez Dee temió. Un dato casi cierto era que Jay debía saber de la trastada hecha a su hermano mientras ella reía chispeante, vengadora. Ella necesitaba que el asunto no se complicara, en absoluto, por lo que decidió continuar con la segunda parte de su plan; mas para ello, debía sacar a Jay de su estado absorto… De inmediato, la joven ordenó a Tee que detuviera el lamer para llevar las manos hacia atrás y apoyarse en la barrigota de éste. Luego que colocó sus pies calzados con sandalias verdes sobre las rodillas de su antiguo enemigo, elevó su cuerpo y liberó por primera vez el hinchado y rojo sexo de Tee, a quien no le quedó más remedio que aguardar hasta la siguiente orden.


Ya liberada, podía exponer la sensualidad y maniobrar su cuerpo con soltura. Sin que mediara algún tipo de inhibición, expandió más sus piernas, como alas abiertas, con el propósito de que Jay se fijara en su depilado y en su destreza de hacerla cerrar y abrir nítidamente—: Apréciame más de cerca, Jay —éste obedeció, hipnotizado. No obstante, a él le llamó la atención el rastro de la sangre seca a su alrededor.


Al advertir que se aproximaba, Dee comenzó balancear y a mover su cintura de manera lujuriosa, invitando a Jay a enardecer su deseo.


—Vamos, Jay, prepáralo. Aquí me tienes… Soy tu regalo de cumpleaños, ¿recuerdas? Ahora te toca, Jay. Quiero que sobrepases la potencia de tu hermano… Ordénate que ahora soy tuya… —decía, entre cuyas pausas ella aprovechaba para pinchar el labio inferior con los dientes superiores o para sacar la lengua inquietamente.


Ya lo tenía preparado en la mano y entretanto él se acomodaba, Dee colocó ambos talones encima de los hombros de Jay. Aunque éste veía el orificio claramente, algo dificultaba la entrada: prueba fehaciente de su inexperiencia... Y mientras él exploraba, Dee abrió la boca ovaladamente, atenta y en disfrute del proceso… Y en el momento en que previó que Jay estaba a punto de penetrarla, Dee tuvo la oportunidad de mirarlo y decirle con sinceridad y ternura—: ¡Feliz cumpleaños, Jay! —de pronto, la joven emitió un largo quejido cuando sintió la carne contra carne, la brasa sobre brasa, el roce con roce, el fluido tras fluido…


Tee necesitaba sus espejuelos para distinguir lo que pasaba. Pero en su ceguedad, escuchó a Dee gritar con verdadero deseo. Le incomodó la certeza de que ella se mantuvo muda con él. A raíz de ello, comenzó a cuestionarse si con esa misma falta de expresión de placer Dee buscaba opacar su hombría, o si hubo intención de humillarlo antes de que ella empezara a escupirle en la cara, o si aunque se hubiera entregado seguía siendo su enemiga, o acaso no era cierto que ella le había despreciado por casi o pasada una década y, por último, si habría alevosía cuando ella precipitó su cuerpo de golpe para arruinar su hombría… Recordando el detalle, extendió los brazos; empezó a tantear sobre le cojín hasta que dio con sus espejuelos. Ya puestos, se fijó en su sexo; lo torció a medias y, por la sangre y la rasgadura, calculó aproximadamente el daño que le había causado Dee… Ahora debía tomar venganza… Y fue entonces cuando irracionalmente prorrumpió en Tee un ruego patético en el que pedía participar en la inmersión hacia las profundidades de las sensaciones del placer...


Nadie pareció escucharle, por lo que volvió a reclamar su participación en un tono más fuerte. Por respuesta, Tee obtuvo un intercambio de gemidos y jadeos intensos. Una conspiración silente hacía caso omiso de él, no había duda entre Jay y Dee que el gordo se había convertido en una molestia. Ellos escucharon de nuevo el insistente pedido. Y tras otro silencioso lapso en que se volvía a desapercibir su alegación, Tee exigió su turno con un grito desaforado…


Ignorado por completo… Enojado, Tee posó ambas manos en la cintura de la joven; y justo cuando iba empujarla para quitarse de debajo de ella, ésta le asió el pene, aún de sangre teñido. Por el mal manejo que hacía del mismo, Tee descifró el desprecio que sentía la joven. Sin duda, dirigía con fastidio su sexo para que se callara de una vez. Mas todo resentimiento se disolvió cuando comprendió que Dee, sin dejar de satisfacerse con Jay, ahora le ofrecía a él un sendero más estrecho del que había disfrutado anteriormente. Después de varios intentos, Tee fue calmado. Ahora Dee redoblaba sus gritos, originados por un redoblamiento de placer…


Motivado por la diversión, a Tee le asaltó la curiosidad de saber cómo estaría el ánimo en el rostro de Jay. El gordo no le fue difícil hallar a su hermano por encima de los hombros de Dee. Cuando las miradas de los hermanos se encontraron, Jay quería sonreírle, pero su inmersión en el placer no dejaba que él lograra cambiar el molde de amplitud que delineaba su boca. Aunque Jay no pudo, su hermano le devolvió una sonrisa y cerró los ojos para agotarse, sumergiéndose en las profundidades de las sensaciones del placer…


Pasado tal vez una o dos docenas de segundos, Tee quiso despertar…Y empezando de abrir los ojos, éstos pasaron a ser unos ojos a punto de salirse de las cuencas por lo que creyó fugazmente que tenía que ser un sueño o una pesadilla: Tee se tornó incrédulo ante la facción irreconocible en el rostro de Jay, que lucía una tonalidad roja oscura, como quien contiene el aire para canalizar toda su fuerza, fuerza que se concentraba ahora en sus manos, las mismas que se aferraban al cuello de Dee… Luego de una sacudida final, ella tumbó la cabeza hacia atrás. A Tee le horripiló la mirada en blanco de su antigua enemiga. Jay soltó el cuello y el cuerpo de la chica cayó sobre el gordo de Tee, quien aterrorizado se la quitó de encima con rapidez. El cuerpo esbelto rebotó en el sofá, y terminó en el suelo, boca abajo.


Cuando Tee volvió a dirigir los ojos hacia su hermano; en éste, aunque parpadeaba y había recobrado el color, no se había borrado la desfiguración en su rostro… Mientras Jay se aproximaba lunáticamente, Tee quiso promover el cambio con un discurso emotivo. Mas inhabilitado de construirlo, se paró del sofá y dijo lo primordial y lógico en tales situaciones:


—Jay, reconóceme… Soy yo, Tee… Tu hermano…


Tee no pudo identificar de dónde provino el golpe que lo dejó desprovisto nuevamente de los espejuelos, los cuales cayeron junto al cuerpo de Dee. Durante un tiempo indescifrable, una parte de Jay había fantaseado en cómo darle una paliza a un ciego específico: a su hermano. Le dio una patada en los testículos; Tee pegó un aullido grave y se derrumbó al piso. Con una decisiva determinación, y sintiéndose inmerso en la turbidez de otro tipo de placer, Jay comenzó a patear a su hermano… El aullido se entrecortaba, se reanudaba tenue, se volvía a apagar…, hasta que imperó sólo el resoplar de quien quedó con vida…


Después de recuperado del cansancio, Jay caminaba de un lado a otro de la sala. Cabizbajo, de reojo miraba su obra mientras se desataba una conversación interna y tan antigua como secreta…


‘‘Jay, lo has hecho de nuevo’’—dijo, al ver la sangre vagamente corrediza.


‘‘Hacía tiempo que había que callar a ese gordo; ¿acaso no lo detestabas también, Jay? ’’


‘‘Claro que… ¡Era mi único hermano, Jay…!’’


‘‘¿Y qué me dices, Jay, de esa p…? ¿No se lo merecía? ’’


‘‘¡Jay, cállate! ’’


‘‘Jay, Jay, debes aceptar que ha pasado mucho tiempo desde… No me he portado tan mal después de todo…’’


‘‘Por qué mejor me dices qué haremos con los cuerpos…’’


‘‘Calma, Jay… Jay… ¿No sería formidable que diéramos una visita? ’’


‘‘¿A quién, adónde? ’’


‘‘Adonde tenemos escondidos a mamá y a papá… ¿Qué crees? ’’


‘‘Realmente, Jay… No tengo nada más que decir…’’

Sunday, December 24, 2006

En la orilla de cara al Atlántico

Quinto Encuentro: Tercera Parte

Luego de haberme pedido que le aplicara el bloqueador solar, cerró la libreta; la tomó con una mano y con un leve movimiento de muñeca la tiró hacia un lado. Había caído cerca de mí, por lo que pude recogerla sin que tuviera que alargar mucho el brazo. La coloqué detrás de mis pies, para que no nos estorbara. Mis rodillas estaban paralelas con su cintura, como sierra lista para separar la mitad de un cuerpo extendido sobre una mesa. Esperaba, un tanto impaciente, mientras ella se tomaba cierto tiempo para virarse y quedar boca arriba.

En esos escasos segundos, me dispuse a recordarla durante la lectura de mi cuento erótico ¡Feliz cumpleaños, Jay!: en ningún momento ella apartó los ojos de las páginas de mi libreta, ni sus codos sobre la arena. Su espalda se mantuvo como un lago rendido, aunque en ocasiones tuve la impresión de que diminutamente temblaba, y no tardaba en descubrírsele en los brazos una colonia de poros que se brotaban, como pequeñas cápsulas pegadas a la piel.

Nada más en pleno deleite…, escuché mis palabras escritas en su voz firme y clara, como melodía en medianoche de luna llena. Especias de variantes musicales rondaron por mis oídos. Era cómodo apreciar cómo su tono alto era ultimado por una pausa consciente, o cómo declinaba la potencia de su voz por un descenso suyo que amortiguaba el vibre de mis tímpanos.

Inclusive, debido a que estaba imposibilitado de observarla de frente, mientras leía, me arrullaba la emoción al imaginar sus ojos meciéndose por cada letra viva nacida de mi mano. (De igual forma como ahora me lees, y que no quepa duda que sólo para ti escribo.) No obstante, lo que sí pude hojear fue el filo de sus labios limpios, exento de cualquier color mezclado, articulando mis palabras escritas que tiempo antes habían viajado inconexas por mi mente. El cuadre de mis palabras…, decodificadas por medio de su boca sensible, erótica y literaria.

Un ave emitió su canto, el que me arrebató de su recuerdo a la vez que me volvía a la realidad. Volando sobre el mar la vi: grisácea, extendida sus alas, una de sus puntas al Norte, y la otra descansada al Sur, planeaba sin esfuerzo por el aire. De momento, perdía altura y comenzó a bajar en picada diagonalmente. El mar lo sabía y no quería que se lastimara. Midió su tamaño, y ahuecó el espacio preciso. Justo antes de penetrar en ella el ave recogió sus alas y desapareció de toda vista. El mar la había guardado en sus dominios, como yo había guardado mi libreta, la que coloqué detrás de mis pies, en la que había escrito mi cuento erótico, el que había leído ella, mi idealizada imagen que ante mí comenzó a virarse y, apoyándose con su codo y antebrazo izquierdo, quedó de costado por breves segundos. Descansó el codo derecho en el borde del tope de su cintura y precipitó de caída la mano, cuyos dedos no tardaron enterrarse en la arena. En ese instante, su cuerpo dominó mi atención y ni siquiera pude percatarme hacia dónde ella dirigía la mirada. No sé si quedó de costado con el fin de tomar un breve descanso, o para regalarme adrede una variante con la que pudiera describirla una vez más. Ya que me encontraba arrodillado, innatamente erguí la espalda sin otro propósito que no fuera verla desde una altura un poco más alta. Mis ojos, que ya no eran castos, sino devoradores, los desplacé por toda la costa de su cuerpo. Sentí liquidez sobre mis labios; creo que, sin haberme dado cuenta, debí de haberlos llevado dentro de la boca sin que yo dilatara en bañarlos con la punta de la lengua.

No sé cuánto duró mi inspección sobre su piel, pero la trayectoria comenzó desde sus pies delicados, dignos de encerarlos con el paño de mi corazón. Desaceleré la vista durante el recorrido de sus piernas, puestas una encima de la otra, como un labio sobre otro. Me entretuve, tal vez fracciones de segundos, en la pulida curvatura de su cadera derecha que se exponía en dirección al cielo, el mismo que desistiría de su eterna potestad para irse a descansar sobre ella.

Como el índice que se desliza sobre cada una de las teclas de un piano, asimismo, de su cadera deslicé repentinamente mis ojos para que se reencontraran con el tramo terso de su cuello, el mismo que los condujo hasta el claro perfil derecho de su rostro. (Ella permanecía inmóvil, como estatua de arena. Sólo su pelo cobrizo ondeaba a la vez que se batían sus puntas unas contra otras gracias al servil viento enamorado.) No tardaron mis ojos en adormilarse en su mejilla bronceada y no tan voluminosa, pero de pómulo alto, por el que me dejé canalizar la mirada hacia su quijada semicircular, suavizada por una leve anchura.

Fijada la vista en su barbilla, no acentuada de protuberancia alguna, mis ojos temblaron ante la espesura de su labio inferior. Me arrimé a él para deslumbrarme con la totalidad de sus labios tempestuosos, los que al momento de redescubrirlos deseé besarlos. Con suma premura, mi fantasía promovió que yo anhelara haber estado a solas con ella, como náufragos sobre balsa, en un inminente remar al unísono con nuestras bocas. Pero de pronto, justo antes de sentir el tacto y la densidad de sus labios, advertí que el viento la desprendía de mí, por lo que intenté, aunque fuera durante el asomo de un segundo invisible, aferrar mi boca a la piel de sus labios voluminosos, almidonados con espumas. Y al instante, al ver que ella se distanciaba, acaté la decisión de capitanear mis labios tras su huella tallada sobre la superficie de las olas, que sin duda dejaba el oleaje embriagador de su boca líquida, manantial de todos los mares.

Se alejaba… Se perdía de mi vista… Alejada… Tal vez igual… que mi esperanza imaginaria de que algún día logre besarla… De esta fantasía, quizá premonitoria, volví a la realidad cuando me percaté de que ella había desistido de la inmovilidad, para mirarme y decirme, dibujando con el castillo de su boca una amplia sonrisa:

—Que esto no sea en vano, Poeta. Desde ahora me impulsa de estar ansiosa por leerte después, cómo me has visto en este momento.

Reí brevemente con su ocurrencia juguetona salpicada de picardía. Prometí para mis adentros, hacer lo mejor posible. Después de varios movimientos, finalmente, ella quedó boca arriba; comencé a aplicarle el bloqueador solar, y mientras lo hacía inicié una ronda de pensamientos dirigidos a buscar opciones sobre cuál sería, de los posibles, el mejor final para ¡Feliz cumpleaños, Jay! Como luego sabrán Mis Fantasmas, había dejado mi cuento erótico inconcluso, en una escena congelada por la falta de tiempo. Precisamente cuando le derramaba la loción protectora por sus hombros, me dio seguridad pensar de que algo bueno podía salir de este extraño y particular trío de personajes. ¿Qué tal un poco de biografía aislada o conjunta? Escenas del pasado que sugieran por qué los tres habrían sido implicados en la muerte de sus padres. Tal vez podría mostrar el origen de la batalla y el odio entre la joven Dee y el obeso Tee, como el gradual desenfreno de aquélla o las experiencias suyas. Me preocupé por el personaje de Jay, ya que lo presenté un tanto cotidiano, por lo que tendría que implicarle alguna extravagancia o algún dato oculto en su aparente moralidad. Confieso que no sé cómo terminar la historia. Quisiera saber la medida de cuánto tendría que imaginar para derrocar al gran Emilio del Carril, ya muy bien conocido como ‘El rey del cuento erótico’.

Y mientras mis manos se distraían sobre el cuerpo de la Mujer de Boca Grande, sin percatarme de lo que hacía, comencé a recrear a la deriva lo que podría ser el mejor final para ¡Feliz cumpleaños, Jay! Creo que en la historia me había quedado cuando decidí colocar las rodillas de Dee sobre los muslos enormes de Tee, tumbado en el sofá. Recuerdo que, luego de la quietud que le impuse a los cuerpos desnudos de Dee sobre Tee, y los susurros de aquélla al desagradable virgen, por estar al frente de ellos, le quité la visibilidad a Jay, a quien tuve que desplazarlo varios pasos hacia adelante y diagonalmente para que diera con el ángulo preciso por el cual pudiera observar la cara desajustada de su hermano Tee, debido al terror que le infundía el perder su virginidad con aquélla que había sido eternamente su enemiga. A la lujuriosa joven le arrebaté su voluntad y la callé, por lo que no pudo reclamarme por qué llevé su mano más abajo del vientre de Tee, y al encontrar lo que buscaba, innatamente la hice que, apoyándose con sus rodillas, se elevara un poco sobre los muslos exagerados de Tee. Una vez elevada, la joven maniobró hacia su propio vientre lo que en su mano asía; la experiencia que yo le había atribuido le dictaminó cuándo podía descender cómodamente. El gordo de Tee, al deducir que la hora se había terminado y que pronto el recuerdo de su virginidad quedaría deshecha, fue alentado arbitrariamente para que emitiera un gritó entrecortado y horrible, del que no se podía distinguir si era de dolor o de súbito terror. Ya se había acabado el ‘juego previo’, ya era el momento del descenso que al fin de cuentas sería…, ¿delicado?... ¿violento…? Y luego qué…

Detuve la improvisación, pensando que sería viable no continuar la historia, hasta que no hubiera rememorado primero la dureza de unas letras cercanas, que había leído alguna vez…, de un famoso llamado ‘El rey del cuento erótico’…

Y así lo hice…


Monday, October 09, 2006

En la lectura durante la mañana sobre la orilla de cara al Atlántico

Quinto Encuentro: Segunda Parte

Me quedé mirando el bloqueador solar, y luego quité la vista de él para posarla en su espalda: ecuación sencilla. En realidad, estaba turbado: mis manos en ella. Me puse a pensar si, a través del tacto, ella notaría mi entusiasmo o mi nerviosismo. O si el frote sobre su piel le revelaría cada sueño que he tenido con ella. Qué tal si de momento muestro mi afición de apretar la carne para dejar claro la intensidad del deseo. Sin poder dominar mis acciones, me encontré quitando la tapa del bloqueador, y justo cuando cayó una espesa gota blanca sobre su nuca, ella comenzó a leer el título del cuento…

‘¡Feliz cumpleaños, Jay!’...

—¡Basta de niñerías, Jay! Si no pones tus manos encima y me desnudas… ¡Lo haré yo misma! —con indignación enseguida colocó los pulgares entre la piel de la cintura y el tope del borde de la falda; pero antes de emplear el esfuerzo que se necesitaba para quitársela, algo la detuvo—: No desvíes la mirada, Jay… No seas cobarde.

Una reacción innata, tal vez promovida por algún vago concepto de honor, Jay volvió a dirigirle la mirada y la concentró directamente en los ojos de ella; él no quería mirar más allá de ellos… Existía la probabilidad de que se complicara el cuadro que se le iba presentando; finalmente dijo—: Siempre te he querido como a una hermana. Eso es todo, Dee. Es lo que hemos sido durante toda una vida… ¡Como hermanos!

—No seas tonto... ¡Trasciende, Jay! Somos adultos. ¡Madura, recapacita!

—Entiéndeme. Es tan claro…

—¡No lo es! Tienes que reconocerlo. Jay, nunca ha habido secretos entre nosotros. He notado cómo cambias cuando te hablo de mis intimidades. Titubeas…, tu mirada se pierde o no deja de moverse...

—Mientes…

—Sé que recreas las escenas mientras te confieso mis experiencias. He notado cuánto te tiemblan los labios antes de repetir dos veces la primera sílaba con la que empieza tu consejo…

—¡Mentira!

—Tu único secreto no has podido ocultarlo, Jay...: me deseas.

—Alucinas, y no voy a caer con tus…

—Por qué negarlo: me has deseado, ¡admítelo!

—Estás loca, Dee. Te repito: eres como una hermana.

—No te puedes mirar, pero… estás a punto de derrumbarte —dio varios pasos hacia Jay, que se encontraba en el centro de la sala. A espaldas de Jay, pegado a la pared, se encontraba el sofá anaranjado. Mientras se acercaba, Dee expresó ternura en el rostro, extendió las manos y las arrimó alrededor de las muñecas de él. Con toda la intención de infundirle vigor, o tal vez para convencerlo de su error o de confrontarlo consigo mismo, ahora apretándole los antebrazos, ella trató de animarle con un tono franco—: ¡Vive, Jay! Vive intensamente… Es lo que te falta… Lo que no haces...

—Dee, te conozco muy bien. Todo para ti es el momento, liberalidad. No soy ni seré un capricho de los tu…

—No lo eres... Tú has sido mi deseo desde… tanto tiempo.

—Por favor, no quiero escuchar más estupideces —trató de apartarse, mas ella apretó con más fuerza los antebrazos de Jay, atrayéndolo nuevamente ante sí. Su autoridad ejerció en él una sensación extraña, como si se encontrara dos escalones más abajo que ella, con la mirada sumisa y en alto ante su superior que le recordaba quién tenía el control y la experiencia en momentos de incertidumbre. El veneno de la debilidad comenzó a invadirle a Jay, cuando Dee deslizó sus manos desde donde estaban hasta los hombros, y de éstos hasta los trapecios. Después de varios segundos de silencio, los suficientes para que ella estructurara bien la medida de sus palabras, dijo con cierto temple y comodidad:

—Jay…, escúchame atentamente… Créeme… Te he contado mis placeres… —a partir de entonces, Dee decidió continuar despacio—, para despertarte, Jay —colocó una de sus manos en la mejilla del joven—. Para que entendieras que podías perderme en cualquier momento. Quería provocarte; que los celos crecieran en tu pecho e intentaras una iniciativa, un atrevimiento. Busqué ser una alta probabilidad, mostrarme sin dueño y que tú también podías apropiarte de mí. Pero sólo te empeñabas en estrangular lo que debías hacer.

—Dee, entiéndeme yo…

—Jay…, hoy cumples diecinueve… Quiero ser tu regalo… El máximo.

Jay volvió a retirar la mirada de los ojos de Dee para tenderla en el suelo, y descubrió unos pies pequeños, bien cuidados y calzados con unas sandalias verdes. Se preguntó si Dee se sentiría a gusto al tener la piel tan presionada por las tiras de cuero que se entrecruzaban más arriba del tobillo. Jay comenzó a levantar la mirada, pero esta vez evitó observarla como un celaje. Al contrario, fue levantando los ojos sobre Dee con detenimiento, quizá quería ganar un poco de tiempo para pensar bien las cosas, o tal vez esperaba que su propia sombra le diera una palmadita de apoyo en la espalda y le susurrara su aprobación, de que celebrara su noche, en desvelo entre aquellas piernas blancas hasta la mitad de los muslos que ahora veía, que dejara atrás el decoro y atravesara el umbral de la piel, igual que la pantalla de plata enganchada en el ombligo de Dee, perfectamente redondo y sombreado por la profundidad. Por otra parte, en todo momento Dee no perdió el trayecto demorado de la observación que le daba Jay; hasta se convenció que él era suyo cuando éste pernoctó sus ojos por varios segundos en la carne que se asomaba por el escote de la blusa. Por fin se encontraron las miradas. Y Jay, como era su costumbre, dijo lo primero que se le reflejó en la mente—: Dee…, es hora que te vayas de mi casa.

Pasó un breve y agrio silencio, en el que Dee preparó su respuesta:

—Me cuesta creer que en estos momentos ahogues tu valor. Entiendo: te paraliza el fracaso. El que no hayas tenido mujer hasta ahora, no te da derecho a actuar sin hombría.

—Dee, repito: vete…

—Te duelen mis palabras —le tomó la barbilla, y meneó la cabeza—; no sabes nada, Jay…. Y quiero que sepas que no me iré… Tendrás que echarme a patadas.

—¡Maldita sea! —Jay sabía que Dee tenía razón, que él no podía echar de la casa a su única amiga, desde la infancia, a quien amaba casi como a una hermana. En cambio, Dee adjudicó la ‘maldición’ a una posible debilidad o cambio de opinión en Jay, además de adjudicarla también como una victoria, la que reforzó en ella la seguridad que por unos instantes había perdido:

—Me tienes… Consúmete en la experiencia. No te quites vida —Jay abrió un poco la boca para decir algo, pero Dee le apagó las palabras—. Te amo. Quiero amarte. Además, Jay…, quiero tu virginidad.

—Dee, no digas locuras, te lo supli…

—Jay, sabes que nunca he estado con uno. Quiero experimentar tu torpeza, tu tiento…, saber cuáles serán tus primeras palabras —ahora la voz de Dee se convertía en una caricia que adormece—. Quiero guiarte, aclarar tus dudas. Igual como lo hicieron conmigo.

—Estás loca.

—Déjame sentir la intensidad de la primera rociada —Jay comenzó a flaquear y ahora miraba la boca de Dee—. Riégame con ella —Jay enmudeció ante la estampida de imágenes que al instante se agolparon en la cabeza mientras la escuchaba—. Inúndame, Jay… Sabes de lo que hablo.

No había duda de la potencia en las palabras de Dee, tan insinuantes capaces de doblarle las rodillas a cualquier hombre.

—Escúchame, Jay —Dee llevó las manos hacia los hombros y dándole una pequeña sacudida, aconsejó con energía—; deslígate del pasado. Bórralo. Hazlo… por mí…—Dee comenzó a darle pequeños besos bajo el mentón—; hazlo… Vamos…

—No puedo… Está mal… —Jay se sentía soñoliento por cada beso diminuto que ahora recorrían por su garganta; la indecisión apagaba sus negativas—. Eres como… una her… ma… —la voz disminuía en cada sílaba. Y Jay cerró los ojos sin saber cómo…

—Eso tranquilo…—sin dejar de besar el cuello de Jay, Dee bajó sus manos hasta el pecho, y comenzó a acariciarlo, como si tratara de aliviarle de un dolor agudo que ha sobrevenido de repente—. No abras tus ojos. No te asustes, Jay. Te voy a besar… Déjate besar y sólo siente… percibe los cambios, escucha tus latidos, cómo se agita la respiración, disfruta cómo la sangre te corre, sé sensible y siente… y cuando quieras…, tómame de la cintura y acércame a ti…

Dee se sorprendió de cuán rápido Jay acató sus directrices. Y él no sólo llevó sus manos hacia la cintura blanca, sino que la apretaba a intervalos y sin control en la fuerza ejercida por sus dedos. Dee aprovechó y despegó su boca, la que segundos antes mordisqueaba a simulacros el cuello del joven, y comenzó a acercarla a Jay mientras le recordaba en susurros que descargara su instinto primitivo e inexperto contra ella toda la noche; pero antes de posar sus labios en los de Jay, Dee se detuvo y él abrió los ojos… Les había llegado a cada uno un olor irrefutable. Segundos después, escucharon el girar del pomo de la puerta. Ambos volvieron las cabezas en dirección hacia la puerta principal. Alguien que ellos conocían muy bien entraría oportuna o inoportunamente. Por fin se abrió la puerta, y el aire que oscilaba fuera entró dentro de la casa y trajo consigo el olor peculiar, intensificando el aroma por la sala; ellos aguardaron para constatar la figura de quien sabían que aparecería…, del único posible… Lo primero que les apareció fue el relieve de una barriga, y luego un zapato ancho adjunto a una pierna gruesa, la que utilizó para impulsarse y dejar a la vista la silueta de un cuerpo desbordado, a punto de explotar. Desde sus entrañas Dee lo maldijo…, y deseó convertirse en repelente para rociar con su veneno a aquel insecto obeso y desproporcionado que había llegado a destiempo. Por otra parte, Jay vio la intromisión del espectro de su hermano como una salvación. Seguramente, su presencia acabaría con las posibles complicaciones de la noche.

Tee, el hermano de Jay, se había vuelto hacia la pareja. Ésta ahora lo veía claramente: su pelo corto, y siempre despeinado, una frente estrecha adherida a una cara redonda con unas mejillas exageradas y una papada elástica y colgante que suplantaba el cuello, en fin, todo ello daba la impresión de ser un cara sintética, un experimento producido por los avances o los errores de la ciencia. Sin observarlo bien, carecía de orejas, pero las tenía porque de ellas se apoyaban unos espejuelos rectangulares con cristales muy gruesos, que detrás de éstos dejaba ver los surcos horizontales de unos ojos reducidos por la presión de la carne de los párpados y los pómulos. Tenía una barbilla pequeña y ovalada, igual que la boca, cuyos labios hinchados y brotados hacia fuera simulaba una boca que había sido golpeada y partida frescamente. En realidad, costaba creer que él apenas había cumplido los veintiuno.

Tee ocultaba su pecho de mujer madura con una ancha camisa azul de botones amarillo, que por diseños tenía numerosos círculos de distintas tonalidades de rojo; llevaba puesto un pantalón largo color marrón, cuyo bolsillo delantero estaba abultado, como si llevara dentro una veintena de canicas. Y precisamente de ese bolsillo delantero, y tanto de su boca como de todo su cuerpo, emanaba ese olor universal y distintivo, que momentos antes había detenido la boca de Dee y abierto los ojos de Jay.

Ahora estaban frente a frente acompañados de un silencio dedicado a descubrir o a explicar qué estaba pasando. El hermano de Jay dedujo qué implicaba la postura de dos cuerpos tan cerca, por lo que sus ojos se agrandaron un poco a través de sus anteojos con cristales gruesos. Metió la mano izquierda en el bolsillo delantero del mismo lado; la dejó adentro varios segundos mientras hacía sonar lo que a la distancia parecían canicas; luego sacó la mano del bolsillo y dejó ver claramente que entre el índice y el pulgar cargaba un óvalo de chocolate con capa verde, y se lo llevó a la boca. Por último, sin dejar de mover la mandíbula dijo con un tono punzado de sarcasmo:

—¿Interrumpo? —sonrió burlonamente y el estiramiento le duplicó el tamaño de las mejillas.

Ante la ironía con que había formulado la pregunta, la pareja dio un paso hacia atrás, distanciándose tal vez sin quererlo. Tee caminó a zancadas hacia ellos, haciendo retumbar el suelo. Cojeaba, debido a que estaba lastimado de una rodilla, por haber apoyado en ésta la mayor parte de su peso. Mientras se acercaba se intensificó el olor a chocolate. Tee pasó por detrás de Jay y se sentó en el sofá anaranjado. Una vez sentado, y aprovechando la ventaja de estar a un nivel inferior que la pareja, fijó rápidamente su escondida vista en la cremallera de Jay, y lo notó abultado; de esta forma recopiló la evidencia número uno con la que comenzaba a aclarar su sospecha de un ‘juego previo’.

Tee rompió el silencio que perduraba en la sala, cuando recordó un detalle: —¡Ah! Perdón… ¡Feliz cumpleaños, Jay! Como puedes ver…, te debo el regalo — y extendió las manos con las palmas hacia arriba, como tratando de evidenciar que definitivamente no escondía algo. De pronto, cambió de tema, y sin dejar de mover la mandíbula ni dejar el tono mordaz recordó otro detalle—. ¡Ah!, también por cierto, olvidaba otra cosa, Dee… Iba caminando por la calle cuando por casualidad vi a Quiu, que pasaba en su BMW. Él se detuvo unos instantes... Te envía saludos… Me contó lo bien que la pasaron juntos. Dijo que eres una excelente… amiga. ¡Ah!, y te pido que aclares de una vez las cosas con Eich. No hace más que verme, y deja sus tareas para contarme cuánto delira por ti.

Sumida en un repentino y sincero odio, Dee maldijo al hermano de Jay, pero esta vez quiso su muerte al instante. Entre ellos nunca habían podido apaciguar la guerra. Dee entendió que Tee tramaba otro de sus ataques directos provocados por la envidia y la venganza. Pero, de hecho, ella necesitaba con urgencia desviar el tema, así que optó por llevar el asunto a un plano más personal…, circundante a su complejo—: Tee, te recuerdo que eso no te importa. Y, por favor, no tortures a los demás con tu pestilencia. Podrías contagiarlos. Por el contrario, dedícate a abarcar menos espacio, y a dejarnos más aire limpio.

Tee ocultó su furia con una media sonrisa, la misma que dejó ver partículas de colores incrustados entre sus dientes. Movió la mandíbula, como buscando triturar lo que estaba acostumbrado. Simultáneamente estiró las piernas y echó su enorme cuerpo hacia atrás, para que le fuera más fácil meter la mano en el bolsillo delantero y extraer del mismo, en esta ocasión, un óvalo de chocolate con capa roja. Después de depositarlo dentro su boca, la mandíbula comenzó acelerarse con movimientos circulares. Pasado varios segundos, mientras se disminuía la velocidad de la quijada, Tee calculó la próxima movida:

—¿Qué dices a todo esto, Jay? ¿Acaso no vas a defender a tu hermano?

Jay sacudió la cabeza y sonrió silencioso. No podía creer que volvía a enfrentarse con alguien que nuevamente ponía en entredicho su hombría. Antes de responder, Jay se dedicó a jugar a las expresiones con el rostro, simulando que analizaba la situación como se debía en tales casos. De momento, Jay se volvió hacia Dee con una mirada intensa, con brillo en los ojos. A raíz de su irresistible toque femenino y sus insinuaciones apabullantes, Dee no dudo de salir airosa en la refriega que comprometía los aspectos de la carne y la sangre. Ya se veía acalorada y sudorosa ante la fricción inexperta y sin modales de Jay, que seguía mirándola preciso, abalanzado a constituir un pacto eterno. Pero Jay, acostumbrado a no emplear esfuerzo en la búsqueda de soluciones, como era su hábito, dijo lo primero que se le reflejó en la mente—: Dee…, es hora que te vayas de mi casa.

Dee palideció aún más, reluciéndole el negro de su pelo; atónita, se volvió fugaz hacia Tee, y vio que éste perfilaba una sonrisa triunfante y que burlonamente había sacado su lengua color de barro, la que siempre daba la impresión de ser una lengua sucia o coagulada. Lento, Dee miró a cada uno y se le revolvió el estómago, quizá de coraje, de verse menospreciada, de ser parte o de encontrarse entre la escoria; cabía la posibilidad de que sus náuseas fueran causadas por el olor empalagoso impregnado tan cerca de ella, o de capitalizar que sus encantos habían sido deshonrados por la deficiencia de hombría. Por fin controló las náuseas y dijo fúnebremente—: Me has traicionado, Jay. No puedo creer que después de tantos secretos…, me deseches, y me pagues con esta vil actuación. Eres lo peor que he conocido. No eres un hombre, y sí un miserable.

Agachó su rostro, y se ordenó a salir de la casa. En el breve trayecto había decidido desaparecer para siempre…, sin haber sido el regalo de Jay. Pero justo cuando se encontró entremedio de los hermanos, dándole a cada uno su perfil, Dee se detuvo para mirar a Jay por última vez. Él la miraba con unos ojos brotados, que expresaban cierto temor. Jay sabía que su amiga de la infancia era capaz de hacer cualquier cosa. A Dee le pareció la cara de Jay, inexistente. Ella determinó que había sido herida por un perfecto tonto. No podía creer que la carencia de valentía en un hombre le frustrara el deseo genuino de manejar a un virgen en su cumpleaños, al único que ella quería. Se fijó en los ojos de Jay, parecían que estaban a punto de soltar incontables lágrimas. Dee tuvo impulsos arrebatados de maltratarlo, de bofetearlo y a golpes llevarlo a la cama para que aprendiera a ser hombre. Y pensando en esto, a Dee se le enrojeció el rostro, comprimió los labios, arrugándolos, como aguantando una estampida de insultos; frunció el ceño y apenas sus ojos se veían a través de las pestañas; encendida en cólera, sus extremidades comenzaron a temblar, una fuerza desquiciada la dominaba; y sin que los hermanos tuviesen tiempo para reaccionar, o para dictaminar amenazas o regaños, Dee se deshizo de la blusa y la falda. (Su blanquísima desnudez se facilitó por la ausencia de ropa interior.) Ahora su cuerpo desnudo era sostenido por las sandalias verdes con las tiras de cuero entrecruzadas más arriba del tobillo. La falda todavía estaba encima de los pies. Como si diera pasos para subir escalones, Dee dejó plantada la falda en el suelo. Con la punta de la sandalia, simulando una leve patada, la alejó de su peso.

Después de posar secamente la mirada en los ojos de Jay, Dee bajó la cabeza para inspeccionarse cada uno de sus senos. Luego levantó una pierna, y descubrió a una hormiga que zigzagueaba desde la rodilla hacia el muslo. Dee sonrió ante la probabilidad de que ese pequeño que corría por su carne tuviese más arrojo que un hombre. Pero aún así no le perdonó la vida. Luego, Dee abrió las manos, y comenzó a delinearse con ellas su figura.

La sala estaba desierta de palabras. Los hermanos estaban perplejos ante la primera mujer desnuda que habían visto en su vida. Muy excitado por lo que veía, y con una agilidad de la que nunca había gozado, Tee se metió la mano izquierda en el bolsillo delantero y sacó un puñado de óvalos de chocolates; los engulló y comenzó a masticar sin control. Tee, al estar sentado en el sofá, apreciaba a Dee más de lo que podía su hermano.

Dee le envió a Jay la última mirada, en la que acumuló todo su rencor y desprecio que sentía hacia él. Y con un giro sorpresivo, Dee le dio la espalda. Se inclinó hacia Tee, a quien se le engrandecieron los ojos y no pudo ocultar un horrible ahogo, como si le faltara el aire. Cuando Dee por fin desabrochó el pantalón y le bajó el cierre de la cremallera, sin mediar palabras, Tee volvió a estirar las piernas y echar su cuerpo hacia atrás, esta vez para ayudar a Dee a liberarse del pantalón y su ropa interior. Después, Dee, con mucha delicadeza, colocó una rodilla y luego la otra encima de los enormes muslos de Tee. Jay vio cómo su hermano extendió las manos y, sin calcular la fuerza, las llevó salvajemente contra el trasero de Dee, que reaccionó echando su cabeza hacia atrás a la vez que dejó escapar un gemido del que no se podía precisar si era de dolor o placer. Tee ejercía más presión, y Dee se contorsionaba por el hormigueo que recorría en su cuerpo. Cuando Tee apartó las manos para buscar los pechos de la que había sido su enemiga, Jay vio un tono rosado en los glúteos de ella, una mancha rojiza similar al tamaño de las palmas de las manos de Tee.

De repente, Jay se percató que hubo quietud en los cuerpos. Dee comenzó a susurrar algo. Jay no podía observar la cara de Tee, debido a que la espalda, los glúteos y la suela de las sandalias verdes de Dee tapaban cualquier expresión de su hermano. Fue meritorio que Jay diera varios pasos hacia delante y diagonalmente hasta que pudo vislumbrar la cara de su hermano… Nunca lo había visto de esa forma. Por primera vez vio que sus ojos estaban completamente abiertos y su mandíbula quieta; asentía sin cesar con la cabeza, definitivamente estaba de acuerdo con todo lo que le dictaba Dee; respiraba agitado, como si tratara de recuperar el aire perdido luego de haber corrido un tramo largo. Jay interpretó sin dudas que era el rostro temeroso de la primera vez, o los gestos que piden clemencia, que exigen al verdugo delicadeza, y de su maestría en cómo despejar el miedo y aminorar el sufrimiento. Por último, su hermano cerró y apretó los ojos. Dee llevó su mano más abajo del vientre de Tee. Jay notó que había encontrado lo que buscaba, porque Dee no tardó en apoyarse con las rodillas y elevarse un poco. Tee abrió los ojos, sin poder borrar el reflejo del pánico en su rostro. Dee mantenía su mano escondida cuando empezó a descender lentamente. Tee emitió un gritó entrecortado y horrible, no se sabía si era de dolor o de un súbito terror. Ya se había acabado el ‘juego previo’, ya era el momento de…, ya era el momento de…, ¿de qué, Poeta?

—Te había advertido que no lo había terminado. Pero ¿qué tal te pareció el cuento?

—Pensándolo bien…, mejor le dejo la parte de los comentarios a tus ‘Fantasmas.’ Ya tú sabes lo que pienso de tu escritura.

—Pero en cuanto a… si yo puedo ser… el re…

—¡Jamás! Hace falta mucho para destronar a Emilio del Carril, el rey indiscutible del cuento erótico.

—Lo sé, lo sé. Sólo experimentaba a ser tan grande como él.

—Bueno, Poeta, ya te di mi parecer. Qué tal si me viro y me aplicas el bloqueador solar. ¿Qué dices?

—Qué otra cosa te puedo decir…

Posted by Picasa

Monday, September 04, 2006

En una mañana sobre la orilla de cara al Atlántico

Quinto Encuentro: Primera Parte


Doy los toques finales. En la libreta escribo rápidamente. Levanto la vista y busco inspirarme con algún elemento, reacción o postura de la realidad que me sea útil para plasmarlos en el papel. Observo a una pareja que está boca abajo sobre la arena. El joven le susurra algo al oído de su amiga. Ésta se ríe, y trato de descifrar en su cara algún detalle interesante que pueda transcribir. Otra de mis locuras…, quién me mandaría apostar contra quien no puedo. Redacto un cuento adornado de erotismo (no puedo concebir que Emilio del Carril sea el rey del cuento erótico), y tengo que terminarlo antes que llegue…

—¡Por fin te encuentro, Poeta! —exclamó a la vez que me tiró un puñado de arena en la espalda; me levanté sorpresivamente; del susto ella tiró el bulto de playa y echó a correr, claro está, sin dejar de reírse. Mientras quitaba la arena que me había caído en los ojos, con cierta dificultad vi que había ganado una distancia que me imposibilitaba alcanzarla. Recogí su bulto, me senté en la arena, y con una mano le indiqué que regresara.

Comenzó a acercarse, y me fijé en ella. Pestañeé varias veces; cerré los ojos y volví a abrirlos. Ella tenía amarrada a su cintura una toalla. No me había percatado que la vería completamente en traje de baño. No pude creer que se llevara las manos hacia un lado de la cintura y captara su intento de desanudar la toalla. Mientras tanto, su caminar seductor revolvió al viento, y éste comenzó a sacudir su pelo para que se extendiera y ondulara implacable hacia un lado. Me hizo ver puntos brillantes e intermitentes en el aire cuando eligió una mirada precisa y me sonrió atractiva, sólo estirando la mitad de los labios. Y por su sonrisa intencionada, me fijé aún más en la espaciosidad de su boca, la que desde un principio me cautivó en el ensueño de desearla, la que me motivó a revivirla por medio de estas letras, y por la que esperaría hasta la muerte de los mundos venideros.

Caminaba recio, sacudiendo sus caderas medianas como el embate de las olas. Cada vez más hacia mí. De repente, una tormenta de corrientes empezó a bandear en mi estómago cuando me percaté que ya tenía las puntas de la toalla desanudadas y que pronto la presenciaría como nunca la habría imaginado. No podía creerlo: me sentía como el que delante de sí contempla una concha nácar, y con sutileza la abre para descubrir dentro de ella la divinidad de una esfera perfecta. Como si le fuera una molestia, pronto se despojaría de la toalla, y exhibiría su cuerpo al trote de todas las miradas. Durante su llegada hasta mí, había cimentado un caminar resuelto con una pizca de expresión de malhechora. Hizo un amague indeciso de quitársela. Por su ambivalencia, sentí la boca enfriárseme. Estaba a pasos de mí cuando por fin… se la desprendió totalmente... Quedé anonadado y balbuceé su nombre. Tomada las puntas en cada mano, extendió los brazos hacia atrás, se llevó la toalla tras la nuca, y comenzó a frotarse con la toalla muy despacio.

Mis ojos se anclaron fuera de la costa de su boca grande, para encallarlos en todo el arrecife de su cuerpo y en la impetuosidad de sus piernas levemente bronceadas por el trópico. Posé la mirada en las nubes de sus pies; sin haberme dado cuenta, mis ojos levaron anclas y se perdieron en la colonia de sus muslos, en el mediano oleaje de sus caderas, en su cintura cálida. Habían zarpado hacia la conquista de la profundidad de su vientre dulce y el equilibrio marino de su pecho. Maniobraba a la deriva el velero de mis ojos para estrellarlos contra la muralla viva de sus hombros, contra la estructura caliza de su cuello. Mis ojos navegaban como barcas, cuyos remos se hundían en la anémona de su cabello, y que ahora tomaban el rumbo hacia la bahía de sus labios, para finalmente atracarlos en el puerto de su boca perla, reina de todas las gemas.

Se colocó junto a mí y, sin soltar las puntas, pasó la toalla por encima de su cabeza. La sacudió tres o cuatro veces hasta que la dejó que cayera según la fuerza de gravedad. Ya quedado tendida sobre la arena, se acostó boca abajo encima de ella. Dedicó varios segundos para acomodarse; no pude resistir ver el océano de su espalda y cómo una y otra vez trataba de empinar el trasero. Nunca la había visto tan natural.

—Poeta, no te enojes conmigo por haberte hecho esa broma.

—No te preocupes, estoy bien.

—Perdona por no haber llegado a Café Berlín. Ya te conté lo que me surgió de repente. Leí En el espacio donde coincidieron los corazones. Me llamó la atención el cuadro de la sirena con dientes afilados. Pero sobre todo, tus percepciones acerca de cómo nos conocimos… a la verdad que eres tremendo.

—A mucha gente le agradó, y a otros no… Como siempre.

—Jugaste muy bien con la intertextualidad y la retrospección. Me encantó cómo volviste del pasado al presente mezclando el regaño de Emilio del Carril y el solo de blues del cuento de Jorge Valentine.

—The Talio’s Blog lo utilizo para experimentar. Cuando escribo para el Blog hasta me olvido que existe la Gramática. Sólo busco la fluidez, la musicalidad, la fórmula o metáfora propia. Además de presentar un ángulo particular, intento con el suspenso y el cómo dejar al lector con la sensación de incertidumbre. Crear nuestra historia es un enorme reto. Pero simplemente trato de crear mi historia con la mayor libertad. Mucha gente que no me conoce creería que esta es mi forma de escribir. Y tú sabes, y los que me han leído saben que no acostumbro a escribir como escribo en mi Blog.

—Tienes razón: tu estilo y tono en The Talio’s Blog contrastan con tu escritura más normativa. Poeta…, ¿qué escribes en esa libreta?

—Un cuento erótico.

—¡Qué!

—Quiero competir contra Emilio del Carril, el rey de la cuentística erótica. Me gustaría que lo leyeras —le puse en las manos la libreta exactamente en la primera página.

—A ver… Primero..., no me gusta para nada el título, Poeta.

—Vamos, no empieces.

—Es verdad: ‘¡Feliz cumpleaños, Jay!’, lo encuentro muy blando para un cuento erótico.

—No seas tan rigurosa. Eres una excelente y maravillosa escritora y muy buena en la crítica.

—Es que… el título me sugiere… no sé… Ya sé: el cuento tratará de… un cumpleaños y el regalo…, un stripper.

—Por favor, es en serio quie…

—Ya sé, ya sé: en él vas a jugar con palabras como bizcocho y vela aludiendo un doble sentido, ¿no es así?

—No bromees. Quiero saber si está a la altura de los cuentos de Emilio. Me gustaría que lo leyeras en voz alta. Así lo podría recrear o analizar cómo se escucha.

—Está bien. Pero tienes que hacerme un favor: saca el bloqueador solar del bulto.

—Ok. Ya lo tengo; dime qué quieres que haga ahora.

—¿Cómo que qué hago ahora? Pues… aquí está mi espalda… Aplícamelo mientras te leo, ¿sí?

Asentí tontamente con la cabeza porque no me salió el ‘sí’ que debí de haber pronunciado. Me quedé mirando el bloqueador solar, y luego quité la vista de él para posarla en su espalda: ecuación sencilla. En realidad, estaba turbado: mis manos en ella. Me puse a pensar si, a través del tacto, ella notaría mi entusiasmo o mi nerviosismo. O si el frote sobre su piel le revelaría cada sueño que he tenido con ella. Qué tal si de momento muestro mi afición de apretar la carne para dejar claro la intensidad del deseo. Sin poder dominar mis acciones, me encontré quitando la tapa del bloqueador, y justo cuando cayó una espesa gota blanca sobre su nuca, ella comenzó a leer el título del cuento:

—‘¡Feliz cumpleaños, Jay!’...

Thursday, July 06, 2006

En el espacio donde coincidieron los corazones

Cuarto Encuentro: Segunda Parte

Dio inicio la ronda de lectura de cuentos, y en vez de disponerme a escuchar la narrativa de los cuentistas, volví a fijarme en el cuadro de la sirena de los dientes afilados. (Esa figura me hacía presentir que algo malo iba a suceder.) No puse atención de lo que narraban los cuentistas, ya que no dejaba de pensar en ella. Ante el desespero, no tuve más remedio que sentir tranquilidad al recordar cómo inició mi historia con ella…

Por caminos distintos nos habíamos matriculado en la Maestría de Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón. (Esta maestría ha sido uno de los pasos más acertados que he dado en mi vida.) Pero las travesuras de la vida quisieron que nunca coincidiéramos en un curso.

Pues… sentado sobre una de las mesas redondas que están en la plazoleta de Barat Norte, fue donde mis ojos la vieron por primera vez. Yo tenía apoyados los pies en el banco, los codos en las rodillas y en las manos, El Corazón de Voltaire (la última novela de Luis López Nieves). Mis ojos se dejaban seducir de tan exquisita e innovadora pieza literaria. Desde el principio, la trama me acaparó la atención. Leía a gusto y tranquilo en la ricura del silencio. Me concentraba tanto en la lectura que, sin darme cuenta, cada vez iba escondiendo la cara dentro del libro. Y cuando el protagonista, Roland de Luziers, cuestionaba si realmente la Biblioteca Nacional de París conservaba el verdadero corazón del filósofo Voltaire, alguien en el patio dijo en voz alta:

—Nena, mira quién está sentado allí: el hombre con cara de libro abierto —escuché la risa, pero no le hice caso y seguí con la lectura (es lo maravilloso de esta novela: te lleva a un ritmo que no puedes despegarte de ella).

Pasó no sé cuánto tiempo cuando oí unos pasos, por los que deduje que alguien se acercaba; cesó el caminar; bajé la mirada al suelo y vi una sombra. Estaba frente a mí, pero la novela estaba más interesante, y seguí leyendo. La persona comenzó a golpear el piso con el zapato. Ello me distrajo un poco, pero no podía dejar de leer. Entonces, quienquiera que fuera, se tomó la molestia de dar dos golpecitos en el lomo de ‘Voltaire’, temblaron las letras, y me perdí momentáneamente.

Y justo cuando alcanzaba a leer la respuesta a Roland de Luziers sobre la autenticidad del corazón del filósofo, me desvió la vista de la lectura un dedo que apareció por encima del libro. El índice se encorvó y se enganchó en medio de la novela, y comenzó a bajarme El corazón de Voltaire. Yo quería seguir leyendo y, hasta donde pude, seguí con los ojos puestos en ‘El corazón’, y cuando levanté la mirada y vi quién me desconectó de leer ‘El corazón’, en ese instante mi corazón anheló besarla.

—Sabías que llevaba tiempo aquí y no me hacías caso. ¿Qué debía hacer…, que te preguntara qué lees?

—¡Mi corazón se voltea!, perdón, quise decir…: El corazón de Voltaire —ante esta intervención inconexa y fuera de lugar, y ante mi sumo papel de tonto, ella no pudo controlarse, y escuché por primera vez su risa, la que emerge inesperada, la que te captura de sorpresa, y te extraña por su dulzura. Mientras ella reía, mis ojos descubrían la gama de sus encantos, pero particularmente, quedé deslumbrado al descubrir que nunca había visto una boca de tan moldeado espesor, tampoco de tan arquitectas dimensiones, ni diseñada con tanta sensualidad.

Después de que serenara la risa, se disculpó por la broma que me había hecho su amiga. Me quedé sin palabras por no sé cuántos segundos más. Ella sonó los dedos cerca de mi entrecejo y me sacó del letargo—: ‘No se preocupe, muy amable de tu parte’, dije por fin. Ella sonrió y, antes que volviera con a su amiga, pronuncié mi nombre, y ella el suyo. Coloqué los pulgares dentro de la novela para marcar con ellos dónde me había quedado leyendo, y me dediqué a observarla mientras se iba. Para nada me perdería la extensión de su silueta, ni el desplace de su caminar, ni el embate de su pelo que danzaba junto al aire y dejaban al descubierto parte de su cuello; jamás podía perderme la interrelación que conforma su espalda, sus hombros y sus piernas. Ella era una visión inmaculada, sin excesos, intachable.

Así, ‘Mis Fantasmas’, comenzó esta historia con la Mujer de Boca Grande, la que me ha inspirado y me inspira a seleccionar y encuadrar estas letras. Definitivamente, sin ella, no existirían. A ella le debo lo más bello que he escrito en mi vida. No importa cómo la describa, o cómo la sueñe…, ella sabe que es ella. Merece mucho más de lo que he hecho; pero no nací virtuoso para elevar esta dedicación…, a categoría de tributo. No sé qué piensen ‘Mis Fantasmas’… si ya lo es, o todavía falta.

Pero no se terminó todo aquí… La veía esporádicamente por la Universidad; y no importaba la distancia, el imán de su figura me magnetizaba la mirada, que la seguía sin reparos a la vez que pensaba en la dicha de tener una mujer tan esplendorosa. Comencé a preguntar por ella, con mucha cautela, hasta que alguien me dijo que ella tomaba el curso de ‘Obras de la Narrativa Universal’ (ella la tomaba el miércoles; yo, el lunes). Así que decidí faltar el día que me tocaba, para reponer la clase el miércoles.

Llegué tarde; entré, pero me detuve unos segundos en la puerta del salón para buscar el mejor asiento que facilitara el cruce de una breve mirada. Divisé dónde estaba sentada, pero no tuve la suerte de que hubiera un asiento desocupado al lado de ella. Silenciosamente, me senté en la última silla de la fila del medio. Allí estaba… atenta a lo que decía el profesor Mario Cancel. Para ella era muy difícil percatarse de mi presencia. Tendría que virarse bastante, y eso era mucho esfuerzo para gastarlo en un desconocido.

Y desde mi asiento comencé a mesurar cuánto daba por escuchar una aventura quijotesca en el regazo de su voz, o el cómo sería el vigor del viento de los molinos con un movimiento autoritario de su cabello. Definitivamente, sentiría la imagen de la valentía, con el galope de su corazón que se acuna en la gloria de su pecho, o atestiguaría el choque de la lanza contra los ‘gigantes’ por la claridad inocente de sus ojos (pensándolo bien, este fue mi primer ataque de delirio). Pero es que en realidad, qué daría un escritor por que ella leyera su obra, con el estilo de su toque, con la gramática de su voz, con la narrativa de sus labios hilvanados a su boca literaria, canon de literatos y estrellas.

Se agudizó mi desesperación porque todavía ella no se percataba de mi presencia en el salón. Y con el lápiz comencé a dar golpes en el pupitre, pero no resultó. Dramaticé un poco al colocarme la mano en la garganta para ponerme a carraspear con timidez, pero ella no se viraba. Molesto con mis fracasos, comencé a toser de manera torpe, mas ella mantenía sus ojos anclados en la figura del profesor. En mi locura, sin recato alguno comencé a arrancar las páginas de la libreta. El ruido fastidiaba. No me percataba (después lo supe) que todos en el salón me miraban molestos y que ya Mario Cancel me estaba observando, y dicen que en uno que otro momento fruncía el ceño, o su cara se retorcía de impaciencia, y me dijeron que hasta le hice acelerar aún más la velocidad del habla.

Y al arrancar otra página, de momento, logré mi objetivo: me miró. Pero no sólo capté su atención, sino que la hice que moviera sus labios y me susurrara desde su asiento algo que no entendía. Me extrañé un tanto al ver que en su cara, sus gestos y señas con las manos me decían como que qué me pasaba..., que avanzara y respondiera. No me daba cuenta, y comencé a escuchar mi nombre en murmullos, cuando miré hacia el frente vi al profesor Cancel cruzado de brazos y con una postura de pocos amigos—: Neftalí, por tercera vez, ¿podrías decirnos alguna influencia del cine en la literatura posmoderna? —todos me miraban como si fueran los jueces y yo el acusado, hubo un abismo de silencio, y dije lo que me pareció más ocurrente—: Me encantaría, pero no tengo tan buena memoria para retener tanto —abrí los ojos al darme cuenta que todos me miraban con desprecio. ‘Te pasaste’, dijo el gran escritor Emilio del Carril, el rey del cuento erótico, ‘Sabes que él es nuestro semi dios. ¡Prepárate!’ Pero lo importante para mí era que ella por fin supo que yo estaba allí. Después que se acabó la clase, le di mis disculpas al Profe.

Luego nos reunimos, hablamos un ratito, y no faltó que los muchachos me regañaran por lo ocurrido. Y en medio de un discurso punitivo de Emilio del Carril, de momento, sus palabras comenzaron a sustituirse por un canto extraño. Sus labios no dejaban de moverse, pero no entendía lo que decía, si no que, en vez de palabras, le salían de su boca un ‘Da-ba-rá-ra-pap-burú-dap-dap’ que me hizo volver al Café Berlín cuando escuché de nuevo el ‘Da-ba-rá-ra-pap-burú-dap-dap’ pero esta vez en la voz del escritor Jorge Valentine que leía su cuento de Jazz, ‘El solo del Palace’. Mi celular sonó, lo tomé velozmente y dije ¡Hola! (Valentine me miró punzadamente como diciendo ‘gracias por interrumpirme en la parte del solo’).

Salí afuera para atender la llamada: era ella..., y no llegaría. Cuando volví a entrar a Café Berlín, alcé la vista y miré el cuadro de la sensual sirena que tenía los dientes afilados. Todavía reía. Sí, ella era el presagio de que no sería una buena noche. Nada más me queda aclarar que no pude encontrarme con la Mujer de Boca Grande. Pero aunque la luna y el sol se oculten, y la plena oscuridad me dejara sin vista, en medio de la nada no claudicaré a dejar de extender mi brazo, hasta que le arrebate a la vida…, lo que me tiene privado.


Monday, May 29, 2006

En las Profundidades de Café Berlín

Cuarto Encuentro: Primera Parte

Ella me había confirmado por el celular que estaría allí. Estoy un poco tarde, y ahora apresuro el paso mientras voy arreglándome la ropa como puedo. La respiración se acelera, no porque voy a toda prisa, sino porque nuevamente voy a encontrarme con la que me arrastró hacia la locura, cuando quise convertirme en el manjar que se enriquecería con la espesura de su boca… El corazón se precipita, no porque voy más aprisa, sino porque otra vez mis ojos recorrerán la pista de su boca olímpica, galardón anhelable de célebres atletas. Sí, ella misma…, la Mujer de Boca Grande, la propietaria de mi fantasía, de estas letras, de mi sueño.

Como todo último viernes de cada mes, organizado por la talentosa y súper cariñosa Bárbara Forestier, había lectura de cuentos en Café Berlín. Nunca lo había visitado. Por fin llegué, abrí la puerta, subí los escalones, giré hacia la derecha, y lo primero que me impresionó del lugar fue un cuadro rectangular, en el que había una sirena muy sensual, acompañada por once peces. Pero algo me extrañó de la sirena: tenía un aspecto pálido, una sonrisa amplia, por la que dejaba ver unos dientes afilados. ¿Acaso esto era signo de una mala noche?

Me puse a observar bien, y realmente Café Berlín es como estar en las profundidades del mar. Algas, flores submarinas, conchas, un proyector que reflejaba en la pared la vida acuática dentro de una pecera… En fin, te crees que estás en un rincón del océano. (Además, noté todo el tiempo la finura, el buen gusto del lugar; también el servicio que daba Arvel a todos los que estaban allí: excelente. Y la comida, de primera).

Al entrar y al haber tomado hacia la derecha, fui directamente a la mesa donde se encontraban los cuentistas… Me preocupé un poco, porque ella no estaba con ellos. Saludé a los cuentistas efusivamente: Bárbara Forestier, Emilio del Carril (el rey del erotismo), la encantadora Awilda Cáez, el doctor Jorge Valentine o Mr. Ernesto Darién, Nilda, Juan Hernández, y otros… Pero faltaba ella.

Me senté, y después de un rato comencé a inquietarme porque no llegaba la partitura clásica de su silueta, la composición mediana de su cuerpo, la armonía de su presencia. Cada vez que pasaba el tiempo, me sentía vacío ante la ausencia de la sinfonía de sus hombros y de la pieza maestra de su cuello. Deseaba llenarme nuevamente con la melodía de sus ojos que se semicirculan cuando ríe.

Dentro de mi mente, marcaba el tiempo con su nombre. No prestaba atención a las voces de los compañeros, sólo extrañaba escuchar el tono de su voz, la acústica de sus palabras y de su risa. Necesitaba absorber el ritmo de sus movimientos precisos y concertados, de la cadencia de su mirada acompasada. Realmente estaba sentado en primera fila, pero pensando cuánto más tendría que esperar para ver la ejecución envidiable de la orquesta de sus labios, para deleitarme con el concierto de su boca grande, auditorio predilecto de virtuosos violinistas.

Dio inicio la ronda de lectura de cuentos, y en vez de disponerme a escuchar la narrativa de los cuentistas, volví a fijarme en el cuadro de la sirena de los dientes afilados. (Esa figura me hacía presentir que algo sucedería.) No puse atención a lo que narraban, ya que no dejaba de pensar en ella. Ante el desespero, no tuve más remedio que sentir tranquilidad al recordar cómo inició mi historia con ella…

Posted by Picasa

Thursday, May 04, 2006

En la cena durante una tarde en el Viejo San Juan


Tercer Encuentro: Tercera Parte

Nos interrumpió la moza, quien nos trajo la comida…

Una vez puestos los platos sobre la mesa, le dije ‘Buen provecho’, y la Mujer de Boca Grande me autografió con la tinta de sus labios una sonrisa niña, la que me remontó al recuerdo de la primera vez que anhelé un beso suyo, un poco antes del encuentro de En una noche en el jardín de las miradas.

Se irguió con elegancia; en dos movimientos leves con la cabeza, manejó su pelo lacio y castaño y lo acomodó encima de su espalda nívea, arropada de amapolas blancas. Me aturdía ver cómo su piel nacarada no oscurecía la melena de su boca gitana, egipcia o india…, ni sus ojos verde-amarillos eran capaces de opacar su boca clásica, modelo y envidia de todas las culturas. Era un hecho: su boca grande se imponía a todo atributo de su cuerpo. Cómo la hubiere descrito Neruda, si hubiese visto su boca. Por eso la contemplaba sin descanso, y mi mente no se rendía en recitarle entre corcheas innumerables ‘te amo.’

Cogió el tenedor; cerró los ojos; comenzó a murmurar silenciosamente: rezaba. Y de nuevo quedé estupefacto ante aquellas columnas de labios, que se flexionaban a la deriva; y pasó por mi mente que ella solicitaba al Todopoderoso que desatara su dilema, para que por fin yo pudiera abrazar el cuerpo de su boca grande, y a su vez, ella pudiera dejarse ceñir la cintura de sus labios libremente.

(Nunca la había visto comer, qué experiencia.) Fue la primera que comenzó la mecánica de llevarse la comida a la boca. De la nada mis neuronas comenzaron a devanear: tuve en cuenta que el alimento, que tenía servido frente a ella, iba a disfrutar de la boca por la cual deliro; no podía creer que lo que había en aquel plato esperaba con ansias ser devorado por la Mujer de Boca Grande, por su boca caudalosa, torrente vivo del Amazonas.

Pacientemente, con el temple de artesana, amontonó una porción considerada en el tenedor, lo elevó y lo llevó hacia sí; ella abrió las garras de su boca y atrapó con facilidad lo que había elegido devorar. Presionó los labios y asfixió el utensilio plateado con todo su contenido, la mina de sus ojos de oro se concentraron penetrantes en los míos, y ella, sin dejar de mirarme, comenzó a extraer el tenedor con delicadeza, quedando éste lustroso y lleno de placer.

Quedé atolondrado, pero eso no fue todo: ella, sin quitar sus ojos mostaza de los míos, comenzó a masticar… tan moderada, tan divina, tan adrede. Quedé enajenado ante las ondulaciones de sus labios voluptuosos; ella los comprimía, los escondía, y los volvía a mostrar… prominentes. En esos instantes quise convertirme en aquel manjar que enriquecía los confines de su boca, quería ser aquel aperitivo que se erosionaba dentro del laberinto de su boca grande. Empecé a sentir latidos en la cabeza, me ensordecía el corazón. Cuando, de repente, sentí un doloroso pellizco en la mano y un ‘¡Deja de estar mirándome, y ponte a comer!’ Tal delicioso regaño, me sacó de la locura; pero siguió comiendo, y no por eso dejé de sufrir entre cada bocado que ella degustaba.

Durante la cena dialogamos sobre asuntos cotidianos, de trabajo, literarios y no faltaba, para reírnos un poco, el criticar a los que estaban alrededor nuestro (no volvimos hablar sobre nosotros). Terminamos de cenar, y justamente al salir del restaurante, el dorso de su mano derecha se juntó con el dorso de mi izquierda. Las mantuvimos inseparables por todo el camino. Llegamos a su carro; abrió la puerta; se acomodó en el asiento; le cerré la puerta; ella bajó el cristal para despedirse:

—Gracias por todo, Poeta. Encantada nuevamente.

—No tienes que agradecer nada —me incliné para contemplarla por última vez, y vi su boca gloriosa que incitaba a besarla.

—Imagino lo que piensas. No sé qué decirte; no sé qué hacer, Poeta —su cara sobresalió un poco—. Lo que sé es que ahora… es un momento de un beso…

—De despedida, definitivamente —dije con resignación.

—Beso de despedida…, pero no definitivamente…

No entendí lo que quiso decir; solamente, cerré mis ojos. Sentí su mano detrás de mi cuello, y que me presionaba y me conducía hacia ella. Supe que su rostro estaba muy cerca del mío, porque su respiración la sentí sobre mi nariz… En un momento dado, sentí el peso de sus labios mullidos en cada uno de mis párpados, y luego, después de varios segundos, sentí un roce fugaz en mis labios; no pude creerlo y abrí mis ojos...

—Yo quisiera tener tus ojos, Poeta. Siempre tiendes a ver un poco más allá. Me gustaría saber cómo ves las cosas ahora —dijo con una sonrisa magna, movida de niña traviesa.

No pude más, y me reí de su ocurrencia. Nos dijimos ‘adiós’, ‘nos mantenemos en contacto’… ‘Será hasta la próxima’…

Posted by Picasa

Thursday, April 27, 2006

En el restaurante del viejo San Juan: Confesiones entre Poeta y la Mujer de Boca Grande


Tercer Encuentro: Segunda Parte

Caminamos con cuidado por los adoquines desnivelados del Viejo San Juan; ella se aferraba a mi codo. En un momento en el cual tropezamos, ella enlazó mi brazo con el suyo. Me sentí feliz de estar tan cerca de ella. (Al instante imaginé que un turista nos detenía para tomarnos una fotografía, o que un pintor nos pedía con insistencia que fuéramos el modelo para un cuadro.) Quedé fascinado con la fuerza que ejercía su antebrazo. Cada vez que presionaba, se me aceleraba el corazón de alegría.

Llegamos a un restaurante: la iluminación era sombría, se escuchaba una suave música brasilera; las paredes estaban empapeladas con espejos; había cuadros con espléndidos paisajes, pipas extrañas; las mesas tenían manteles rojos intensos, y encima de éstos, servilletas y copas finas, cubiertos plateados, platos en cuyos bordes tenían símbolos de los que no sabía el origen. Comentamos favorablemente sobre el restaurante; la moza fue muy diligente con nosotros y nos dirigió al mejor lugar. Saqué la silla para que se sentara mi adorada Mujer de Boca Grande; se sentó y me dio las gracias y dijo que era muy amable. Después que leímos el menú y ordenamos, hubo un pequeño silencio. La observé inquieta y de inmediato comencé a sentir una turbulencia de impulsos: vi que ella se cruzaba de brazos a la vez que me miraba graciosa; levantó una ceja, hizo una sensual mueca con los labios y sonrió juguetona, y dijo naturalmente:

—Continúas sorprendiéndome, Poeta... He leído y leo tu Blog… Desde un principio supe que la Mujer de Boca Grande tenía algo de mí.

—Te aclaro que no tiene algo de ti, sino todo…

—¡Ay! Déjame decirte algo antes que se me olvide. ¿Qué vas a hacer el viernes 28?

—Por ahora no tengo ningún plan; ¿por qué de la pregunta?

—Bárbara Forestier ha organizado otra ‘lectura de cuentos’ en el Café Berlín. Me gustaría que fueras, y nos acompañaras.

—Si tú vas, seguro que estaré allí. Sabes cuánto sueño por verte, y de compartir contigo.

—Perfecto. Nos encontraremos allí entonces… Pero retomando el tema: vitalmente me impresionas, me intrigas, Poeta… En ningún otro Blog he leído una obsesión tan genuina, tan dramática y tan bellamente contada. Tienes una mirada para los detalles que es envidiable. Nadie más que yo sabe cuán fiel has escrito todo; has contado lo más importante; y me deja sin habla la hermosura de tus palabras. Gracias, en verdad.

—Al contrario, gracias a ti. Toda mi escritura, mi inspiración, mi sensibilidad, ha cambiado desde que te conocí.

—Lo fascinante, poeta, es cómo absorbes nuestros encuentros, nuestras palabras, nuestra realidad y las pincelas de poesía, las enmarcas de ficción; es difícil deducir si lo que cuentas es real o ficticio. Además que cuentas tu punto de vista, lo que piensas y lo que sientes, tus impresiones sobre mí…, que me maravillan. Lo cuentas todo de manera tan especial.

—Varios amigos y amigas han creído que los dos primeros encuentros fueron travesuras de mi imaginación, y que no existe tal Mujer de Boca Grande.

—Bárbara Forestier me conoce; ella lo comentó. Además de Bárbara, hay dos ‘Fantasmas’ que te visitan y te comentan… que saben quien soy.

—Te confieso que hay un ‘Fantasma’ que tú no conoces, pero que está al tanto de nuestra situación, que sabe que existes, y de lo perturbado que estoy por…

—Se han solidarizado contigo, Poeta; percibo sinceridad de parte de los que te comentan; me alegra que te hayan deseado lo mejor.

—Realmente, todos han sido muy generosos. En mí tienen un amigo.

—Aprecio a tus ‘Fantasmas’, lo digo con mucha franqueza. Me preocupa algo: que me tomen a mal. Confundida…, no puedo más estarlo. Tienes que decirles que me caes bien cada vez más, que te admiro mucho; creo que eres un hombre muy bueno, sensible y diáfano, como pocos. Pero tus ‘fantasmas’ deben entender que tengo un gran dilema que me ata, y primero tengo que desanudarla. Debes decirles, y sabes, que me gusta hacer las cosas correctamente.

—No van a pensar nada de ti. No tienes culpa. He sido el que ha elegido este sufrimiento, el que ha querido desentrañarse de dolor. No te preocupes, mis fantasmas comprenderán; todos son extraordinarios.

—Has hecho un gesto extremadamente hermoso, Poeta. Existen mujeres que sueñan con que un hombre les escriba algo semejante, como lo has hecho conmigo. Me has tratado divinamente, Poeta, en esta historia. Creo que por eso es que los comentarios han sido tan favorables; en cierta u otra forma te admiran; especialmente, a las mujeres las has conmovido, las has imantado.

—Los ‘Fantasmas’ son parte de esta historia. Créeme que aunque tú eres la mujer por quien me apasiono y me desvelo, y a ti es a quien dedico mis palabras, yo escribo pensando en cómo agradar a todos mis 'Fantasmas'.

—Quisiera saber por qué tus 'Fantasmas' son mujeres: aparte de Quirón, Verde Oscuridad y de nuestro amigo Emilio del Carril, por supuesto.

—Te adelanto que muchos amigos me notifican que me leen, aunque no comenten. Pienso que se sienten más cohibidos de expresarse de lo que son ellas…

—Poeta…, de ellas precisamente quisiera que me hablaras, que me las describieras. Me interesa saber si han preguntado por mí, qué te dicen, si has conocido algunas...

—Si de describirlas se trata, tendría que tomar todas las palabras hermosas del diccionario. Pero no te puedo negar nada: para contigo ‘negación’ no existe. Pero no creo que tengo el tiempo suficiente para describirlas, o para decirte con quién hablo, quién me anima y me motiva a seguir adelante, o a quiénes he conocido, y te sorprenderías quién ha sido mi pañuelo de lágrimas. Tal vez orgullosamente te contaré de ellas, pero en otro momento…

Nos interrumpió la moza, quien nos trajo la comida. Mas tomemos esta parte de la historia con calma; contaré prontamente lo que pasó durante la cena y la conclusión de esta magnífica tarde con la Mujer de Boca Grande.

Posted by Picasa

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial 2.5 License. Derechos Reservados © 2006 Neftalí­ Cruz Negrón